Nunca debemos olvidar que el evangelio es las buenas nuevas de la gloria de Cristo; concierne a Aquél que fue crucificado y sepultado. Pero ya no está más en la Cruz como tampoco yace en la Tumba. Ha resucitado, ha ascendido al cielo, y ahora es el Hombre glorificado que está a la diestra de Dios.
No le mostramos como el humilde Carpintero de Nazaret, el Siervo sufriente o el Extraño de Galilea. Tampoco lo representamos como el afeminado hacedor de buenas obras del arte religioso moderno.
Predicamos al Señor de la vida y la gloria. Aquél a quien Dios exaltó hasta lo sumo y le dio un Nombre que es sobre todo nombre. A Su Nombre toda rodilla se doblará y toda lengua le confesará como Señor para gloria de Dios el Padre. Él está coronado de gloria y honor, como Príncipe y Salvador.
Con mucha frecuencia lo deshonramos con el mensaje que predicamos. Exaltamos al hombre con sus talentos y creamos la impresión de que Dios es muy afortunado al tenerlo a Su servicio, y que le hace un gran favor al confiar en Él. Ése no es el evangelio que los apóstoles predicaron.
Ellos dijeron, en efecto: “Vosotros sois los culpables asesinos del Señor Jesucristo. Vosotros lo apresasteis y con manos perversas lo clavasteis al madero. Pero Dios lo resucitó de los muertos y lo glorificó sentándolo a Su propia diestra en los cielos. El Señor vive hoy, en un cuerpo glorificado de carne y hueso. Su mano atravesada por el clavo empuña el cetro del dominio universal y regresará una vez más para juzgar al mundo con
justicia. Y mientras hay tiempo, es mejor que os ARREPINTÁIS y os volváis a Él con FE. No hay otro camino de salvación. No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.
¡Oh, que tengamos una fresca visión del Hombre de Gloria! ¡Y una lengua que confiese las muchas glorias que coronan sus sienes!
Ciertamente entonces, como en Pentecostés, los pecadores temblarán ante Él y clamarán: “¿Varones hermanos, qué haremos?”