(Isa_53:7b).
Una vez vi cómo moría un cordero. Fue una escena terrible y conmovedora.
Al ser llevado al lugar de ejecución, parecía especialmente hermoso. A los niños les habría encantado abrazarlo. Los cachorros de cada especie son guapísimos -gatitos, perritos, pollitos, becerros y potros- pero un cordero es peculiarmente bello.
De pie ahí, era un cuadro de la inocencia. Su blanco vellón sin mancha daba la apariencia de pureza. Era suave y apacible, indefenso y desvalido. Sus ojos, especialmente expresivos, llenos de miedo, eran de una emoción conmovedora. Parecía no haber razón para que alguien tan hermoso y joven tuviera que morir.
Le ataron las patas y, tendido sobre un costado, respiraba pesadamente como si presintiera la cercanía de la muerte. Con un diestro movimiento, el carnicero pasó el cuchillo por la garganta y la sangre se derramó sobre el suelo. El pequeño cuerpo se convulsionaba con las angustias de la muerte; un poco después yacía inmóvil. El noble cordero había muerto.
Algunos de los espectadores ocultaron la vista de aquella escena desoladora; era demasiado triste para mirar. Otros lloraban. Nadie quería hablar.
Por la fe veo a otro Cordero muriendo: el Cordero de Dios. La escena es bendita y terrible.
Este Cordero es del todo codiciable, señalado entre diez mil, el más justo de los justos. Cuando es llevado al lugar de ejecución, está en la flor de la vida.
No sólo es inocente, es santo, inofensivo, separado de los pecadores y sin mancha. No parece haber razón para que alguien tan puro tenga que morir.
Pero sus verdugos le toman y fijan con clavos sus manos y pies a la Cruz. Allí sufre los densos tormentos y los horrores del infierno como Sustituto de los pecadores. A pesar de todo esto Sus ojos están llenos de amor y perdón.
Mas el tiempo de Su sufrimiento llega a su fin. Entrega el espíritu y Su cuerpo cuelga flácido de la Cruz. Un soldado atraviesa Su costado... sangre y agua fluyen a borbotones. El Cordero de Dios ha muerto.
Mi corazón está rebosando. Lágrimas ardientes corren libremente. ¡Caigo de rodillas, le agradezco y alabo! ¡El murió por mí! Nunca cesaré de amarle