“¿Qué a ti? Sígueme tú”
(Jua_21:22).
El Señor Jesús acababa de decirle a Pedro que viviría hasta llegar a ser anciano y que sufriría la muerte del martirio. Inmediatamente Pedro miró a Juan que les seguía, y preguntó en alta voz si éste recibiría un trato de preferencia. La respuesta del Señor fue: “¿Qué a ti? Sígueme tú”.
La actitud de Pedro nos recuerda las palabras de Dag Hammarskjold: “A pesar de todo, tu amargura siempre sale a relucir porque otros disfrutan lo que a ti se te niega. A veces se mantiene oculta tan sólo un par de días. Sin embargo, aún así sigue siendo una expresión de la amargura verdadera de la muerte, el hecho de que a otros se les permita seguir viviendo”.
Si tomáramos en serio las palabras del Señor, el pueblo cristiano resolvería muchos de los problemas que ahora lo oprimen.
Es fácil resentirse cuando vemos que algunos prosperan más que nosotros. El Señor les permite tener casa nueva, automóvil nuevo y hasta una casita de campo cerca del lago.
Otros a quienes podríamos considerar menos devotos tienen buena salud, mientras que nosotros batallamos con dos o tres enfermedades crónicas.
Aquella otra familia tiene hijos de bella presencia que además sobresalen intelectualmente y en los deportes. Nuestros hijos son de la variedad común que crece en el jardín.
Vemos que otros creyentes hacen cosas que nosotros no tenemos la libertad de hacer. Aún si éstas no son pecaminosas, nos sentimos agraviados por su libertad.
Lástima, pero hay un cierto celo profesional entre algunos obreros cristianos. Un predicador se molesta porque otro es más popular, tiene más amigos, es invitado más, o está más a la vista del público. Otro está herido porque sus colegas utilizan métodos que él no aprueba.
A todas estas actitudes indignas, las palabras del Señor nos llegan con fuerza contundente: “¿Qué a ti? Sígueme tú”. No nos incumbe la manera en la que el Señor trata con otros cristianos. Nuestra responsabilidad es seguirle en cualquier camino que nos haya señalado.