El señorío de Dios debe ocupar el centro de atención en la vida de todo discípulo, más allá de las preocupaciones vanas de este mundo, entre las cuales sobresale el dinero, por su carácter engañoso de dar una falsa seguridad. Frente a las múltiples preocupaciones habituales de la vida humana hay dos enseñanzas de Jesús que determinan la orientación de su mensaje. La primera es la sentencia: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24; Lc 16,13). La segunda es una conclusión exhortativa, específicamente mateana: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).
El dinero no puede ser un fin en sí mismo y solo ha de servir para hacer el bien, especialmente a los más pobres del mundo en el marco de la justicia de Dios. La alternativa entre Dios y el dinero (denominado Mamon) se convierte en un absoluto.
Jesús es consciente del atractivo seductor y corruptor de las riquezas y sabe que el dinero es un dios que exige pleitesía y adoración. Cuando el dinero se convierte en dios, se pone en peligro la convivencia humana. ¿No es esta preocupación por el dinero y la codicia lo que sustenta un mundo tan injusto como el que tenemos? Cuando los afanes por las cosas de este mundo se convierten en preocupaciones absolutas, aunque se trate de verdaderas necesidades, se está poniendo más la confianza en el dinero que en Dios.
La formulación evangélica inicial es contundente en este punto: «No podéis servir a Dios y al dinero». El señorío que Dios establece desde su amor con las personas que participan en el Reino porque éste les pertenece es una relación viva de amor en la cual no hay lugar para que el dinero ocupe un espacio del corazón. El Reinado de Dios es el mismo Dios en cuanto don de amor que se convierte en Señor y se entrega a los empobrecidos de todo el mundo, a los pobres a conciencia, a los discípulos en su seguimiento radical de Jesús, a los últimos de la sociedad y a los que se hacen los últimos de la misma por causa del evangelio y de los pobres. Por eso para el discipulado de Jesús en la vida comunitaria y eclesial el dinero no puede ser el centro de atención de la vida humana y no puede constituir la aspiración profunda de la persona. El centro de atención debe ser más bien el Reinado de Dios que se identifica con la justicia de Dios.
Los discípulos y toda persona que acoge el mensaje del Reino contenido en las bienaventuranzas han recibido la promesa de un don que se cumplirá, pues de parte de Dios se verán cumplidas con hartura las esperanzas de los que tienen hambre y sed de la justicia de Dios (Mt 5,6), pero al mismo tiempo esas personas quedan impelidas por la promesa de Dios a buscar incansablemente aquella justicia divina como prioridad fundamental de la vida, que consiste en la realización del ideal de justicia que emana del Antiguo Testamento y que se resume en el socorro concreto, ejercido por Dios y por los hombres, hacia los más débiles: «Dios hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos» (Sal 146,7) y en el restablecimiento de los derechos de los indefensos.