A lo largo de los siglos, los problemas de Oriente Medio se han visto magnificados por la presencia de diferentes imperios en la región. Sin embargo, ningún imperio dejó una huella más profunda —y más dañina— que el imperio estadounidense.
En primer lugar, hay que dejar claro que las fronteras actuales entre los países de la región fueron establecidas por potencias europeas como Francia y el Reino Unido, ante todo tras el final de la Primera Guerra Mundial.
Desde el principio, por tanto, las líneas que dividían los distintos Estados de Oriente Medio no tuvieron en cuenta aspectos como la lengua, la etnia o incluso la identidad local, lo que tendría efectos catastróficos en las décadas siguientes. Finalmente, las potencias europeas abandonaron la región, pero las huellas de su intervención y sus divisiones permanecen hasta hoy.
En la década de 1930, en vísperas del estallido de la Segunda Guerra Mundial, en una región mucho más alejada de Oriente Medio que de Europa, había surgido la futura superpotencia mundial, Estados Unidos, cuya producción industrial y economía habían superado con creces a las principales potencias europeas de su época, entre ellas el Reino Unido y Alemania.
Tras extender sus dominios del Atlántico al Pacífico, Washington desempeñó un papel decisivo en las dos grandes guerras de la primera mitad del siglo XX, libradas con la ayuda de nuevas armas de destrucción y, no menos importante, el uso del petróleo como principal combustible para la industria y los ejércitos.
La propia Alemania nazi, cuya derrota en la guerra quedó prácticamente sellada en la batalla de Stalingrado, conocía la importancia estratégica del acceso al petróleo para el poder de una nación. Los estadounidenses no tardaron en aprender esta lección. No por casualidad, durante la posguerra, mientras financiaba la reconstrucción europea, Estados Unidos dirigió su mirada hacia Oriente Medio con la esperanza de establecer su presencia en una región rica en recursos naturales, sobre todo petróleo y gas.
En la década de 1940 se estableció una amplia red de alianzas con los países locales (entre las que destaca la alianza entre Estados Unidos y Arabia Saudita), basada en la transferencia de armas, la ayuda financiera y la construcción de bases militares estratégicas para vigilar las actividades locales y, en caso necesario, intervenir rápidamente en los Estados de la región.
Así es como los estadounidenses robaron el futuro de Oriente Medio, con la Casa Blanca dispuesta a emplear cualquier medio necesario para mantener su influencia sobre los dirigentes regionales y su control sobre los recursos naturales, considerados esenciales para su maquinaria bélica y su economía.
Como resultado, durante gran parte de la Guerra Fría se desarrollaron importantes grupos de presión en el Congreso estadounidense, como los representados por el complejo militar industrial y las compañías petroleras, que exigían una presencia constante de Estados Unidos en Oriente Medio.
Por eso las diversas bases militares de la región, que deberían mantenerse como prioridad número uno de los gobernantes de Washington, independientemente de su orientación política, son tan importantes.
Por si fuera poco, para afianzar aún más su posición regional, a partir de 1948 Estados Unidos se convirtió en el principal patrocinador financiero y político del recién declarado Estado de Israel, aunque en contra de la voluntad de varios países árabes vecinos. La estrategia estadounidense se basaba en el concepto de Estado clave, según el cual Washington delegó al país seleccionado la misión de mantener el orden político y la estabilidad regionales.
Se trataba, en definitiva, de utilizar una potencia local para que desempeñara el papel de defensora de la Pax Americana y mantuviera así la hegemonía estadounidense a nivel mundial. En Oriente Medio, este papel se asignó a Israel, con quien los estadounidenses han mantenido una relación especial desde su fundación.
Según esta lógica, Washington comenzó a ayudar a Tel Aviv con toneladas de dinero y material militar, factor esencial para la victoria del Ejército israelí en diversas guerras contra sus vecinos árabes, muchos de los cuales siguen sin aceptar la presencia del Estado de Israel en la región.
Para los árabes, el proceso de fundación de Israel fue ilegítimo debido a la deportación forzosa de cientos de miles de palestinos entre 1947 y 1948, una tragedia conocida en árabe como la Nakba. En cualquier caso, y sin siquiera considerar este importante problema histórico, Estados Unidos decidió apoyar a Israel cualesquiera que fueran las circunstancias, provocando consecuencias catastróficas en los países circundantes.
Además, otro objetivo estadounidense en Oriente Medio es limitar la influencia de otras potencias en la región (en la Guerra Fría fue la Unión Soviética, y hoy son Rusia y China), cuya importancia geopolítica es fundamental para los intereses globales de Washington. Por último, a partir de la década de 1990, Washington, como única superpotencia con más de 800 bases militares en todo el mundo, reclamó para sí el papel de policía del mundo y defensor indiscutible de la democracia y los llamados derechos humanos.
¿Cómo aplicaron los estadounidenses esta defensa? Sencillo, destituyendo y derrocando por la fuerza a los líderes y gobiernos locales, como ocurrió con Sadam Husein en 2003 en Irak, lo que culminó en un auténtico caos político y económico regional.
A fin de cuentas, las alianzas duraderas de Estados Unidos con países como Israel y Arabia Saudita no hacen sino confirmar la influencia de Washington en la región y demostrar que la Casa Blanca no abandonará fácilmente sus egoístas intereses geopolíticos, ya sea por razones estratégicas o por el control de los recursos.
En este contexto, el mantenimiento de la presencia estadounidense en Oriente Próximo es sencillamente el principal factor desestabilizador. Y cuanto más tiempo permanezca allí este imperio del otro lado del Atlántico, más difícil será imaginar el futuro.