¿Qué diferencia hay entre el temor a Dios y el temor al demonio?

No temáis a los que matan el cuerpo, pero al alma no pueden matarla. Temed más bien al que puede destruir alma y cuerpo en la gehenna. Mt 10, 28. Este versículo es de una complejidad extraordinaria a pesar de su aparente sencillez. La gran pregunta que subyace es ¿a quién hay que temer?
En una primera lectura parece que lo que afirma es que habría que temer al demonio. El mensaje del versículo sería no temáis a los hombres, no temáis a lo que os pueden hacer mal en esta vida. Sino temed al demonio, es decir, temed al que os puede hacer mal para la otra vida. La enseñanza sería que no debemos preocuparnos por los males de esta vida, sino por los de la futura y perpetua.
Esta lectura estoy seguro que es la que ha sido la más frecuente y popular a lo largo de la historia. Y no es errónea. La enseñanza que trasmite es clara y sencilla: si es cierto que nos preocupamos por los que nos provocan males en este mundo, mucho más nos deberíamos preocupar por el que busca nuestro mal eterno.
Pero creo que hay un sentido mucho más profundo en el versículo. Y el mensaje más sutil es que nadie nos puede arrojar al infierno sino Dios. Ni hombres, ni demonios, sólo Dios es juez, sólo El puede enviarnos allí. De ahí que lo que nos dice el versículo es que si vivimos en este mundo para la eternidad no hay razón para temer a nadie. Sólo al Juez eterno. El versículo por tanto sería una incitación al santo temor de Dios.
El temor al demonio es por los males que nos pueda causar en la vida material (enfermedades, desgracias) o en la vida espiritual (hacernos pecar o condenarnos). Pero tales males no están en su mano. Las desgracias y enfermedades sólo nos sucederán si Dios lo permite. El pecado y la condenación sólo si nosotros queremos. Luego el temor al demonio no tiene sentido pues todo está en las manos de Dios. El temor al demonio está, por tanto, teológicamente infundado, no tiene sentido. Con Dios no hay razón para temer al demonio. Ser creyente y temer al demonio supone una contradicción.
El temor al demonio supone una cierta falta de fe en la omnipotencia de Dios, una cierta desconfianza en su cuidado amoroso, y una cierta ofensa a su santidad, pues un Dios que permitiera sin razón alguna el sufrimiento de sus hijos sería un Dios injusto. El temor al demonio es malo por tanto. Hablo, por supuesto, del temor consentido, no del sentimiento. El sentimiento de miedo hacia ese ser es para algunas personas inevitable y por encima de sus fuerzas, como para otras lo es el temor a las alturas o a las serpientes.
Si el temor al demonio es malo, el santo temor de Dios es un don del Espíritu Santo. Es el temor de ofenderle, el temor de perderle y, sobre todo, el temor que nos produce comparecer ante la santidad de su presencia sabiendo como lo sabemos que somos nada e indignidad. Algún día en el Reino de los Cielos ya no temeremos ni perderle, ni ofenderle, pues será imposible, pero todavía mantendremos, por toda la eternidad, el santo temor de Dios. Ni contemplándolo cada día, ni contemplándolo como Padre, perderemos ese santo don. Por el contrario entonces seremos todavía más conscientes de la infinita distancia entre su altura y nuestra poquedad.
Este don de Dios nos lleva a estar más agradecidos por permitirnos estar ante El sin merecerlo. Es un temor no malo, sino bueno. No contrario al amor, sino que lo perfecciona.
Por supuesto que hay un temor malo de Dios que lleva a la desesperación, de ese miedo habla San Juan en su epístola. Ese miedo lo incita el demonio. Mientras que el temor de Dios es un don del Espíritu Santo.
De ahí que ese maravilloso y profundo versículo del capítulo 10 de Mateo es como si nos dijera: no deberíais temer a nada ni a nadie, pero si teméis (porque sois débiles) temed lo que provoca males eternos y no los males de este mundo. Pero las mismas palabras, exactamente las mismas, que nos dicen eso, nos dicen al mismo tiempo: pero en realidad, temed sólo a Dios que es Juez de la eternidad.
Si se ve, es un versículo con dos piezas internas que parecen contradictorias, pero que forman un rompecabezas que encaja del modo más inteligente posible.