Comenzando a plantear la cuestión
En la Biblia existe el concepto de maldición. Simplificando, porque si no vamos a perder la esencia del asunto, este concepto viene a enseñarnos que los grandes pecados traen consigo consecuencias muy graves. Puede parecer una afirmación muy simple, pero la verdad es que esto es lo que transmite la Biblia en definitiva.
Aquí, ahora, podría emplear varias páginas para desplegar los versículos que nos hablan de los tipos de maldición, de cuándo Dios escucha la maldición de alguien y otros muchos asuntos menores que solo servirían como un largo homenaje a la erudición, pero que no añadirían nada al propósito de esta obra. En todo este escrito, hago un esfuerzo por refrenarme y no perderme en los detalles enciclopédicos, minuciosidades que implicaría aducir páginas y más páginas, pero lo que debo hacer es centrarme en la médula de la cuestión.
Frente al tema tan repetido en las páginas de la Biblia acerca del castigo de Dios por los grandes pecados, ha aparecido en la segunda mitad del siglo XX el concepto de maldición intergeneracional. Nunca hay definiciones del todo claras acerca de en qué consisten este tipo de maldiciones concretas. Siempre se habla de que hay un “algo” que provoca en los hijos depresión, enfermedad, ruina económica, alcoholismo, etc y que este “algo” tiene su raíz en el pecado de los padres o de los abuelos. Pero no queda claro qué es ese “algo”. Se habla de maldiciones, de cadenas, de ataduras heredadas que hay que romper, pero su naturaleza metafísica siempre queda imprecisa en estos autores. Insisto en que la mayoría de los grupos que oran para romper este tipo de cargas generacionales también les culpan a estas maldiciones de enfermedades físicas como el asma, el cáncer, la migraña. En general, se puede culpar a la maldición de cualquier mal físico. Cierto que, en este campo, hay grupos más maximalistas y grupos más minimalistas. La mayoría de los seguidores de esta teoría son evangélicos pentecostales (aunque muchos protestantes rechazan este esquema), pero estas ideas también han penetrado en cierta medida en algunos grupos carismáticos católicos.
Quede claro, desde el principio, que cuando en este escrito estamos hablando de “maldiciones intergeneracionales” me estoy refiriendo a lo que he descrito (que se ha convertido en un concepto técnico), y no meramente al hecho de que algunas consecuencias de pecados muy graves tienen influencia en la descendencia.
El concepto bíblico de maldición
Todo acto tiene consecuencias. Todo acto bueno y todo acto malo tienen repercusiones. Unas acciones tienen pocas consecuencias y otras las tienen muy importantes. Hay decisiones cuya trascendencia provoca, digámoslo así, ondas expansivas que se extienden más allá de lo que hubiéramos pensado. Hay actos gravísimos que conllevan consecuencias terribles. Hay actos que por su iniquidad afirmamos que es como si Dios maldijera al culpable.
Hoy en día, se ha extendido mucho la mentalidad de que, como Dios es amor, lo que hagamos no importa. Es como si la mera existencia de la misericordia de Dios vaciara de trascendencia nuestras acciones. Tanto para la realización del bien, pues ellos no creen que haya grados de felicidad en el cielo; como para la realización del mal, pues piensan que, al final, dará lo mismo si has sido muy bueno o muy malo. En esta forma de pensar, Dios todo lo arregla, y, prácticamente, Dios te perdona tanto si te arrepientes como si no.
Frente a esta mentalidad moderna relativista, la Biblia nos advierte con toda seriedad de las consecuencias objetivas de nuestras acciones que, en ocasiones, pueden afectar a nuestra existencia con un castigo ultraterreno, pero, a veces, también, afectan a nuestra existencia terrena. Las Sagradas Escrituras nos enseñan que hay pecados cuya gravedad es de tal peso que, al ser cometidos, atraen el castigo de Dios sobre el culpable: por ejemplo, el asesinato.
Bien es cierto que, normalmente, ese castigo consiste en que recaen sobre nuestra cabeza las consecuencias naturales de nuestros actos. Es decir, rara vez Dios actúa directamente de un modo extraordinario, como cuando se abrió la tierra para tragar vivos a la casa de Coré (véase Números16, 32-33) o como cuando Herodes Agripa cayó herido por el dedo de Dios y murió comido en vida por gusanos (Hechos 12, 22-23).
La mayor parte de las veces, Dios castiga a través de las causas y efectos de este mundo. Castiga dejando que recaigan sobre nosotros los efectos naturales de nuestras acciones. El Todopoderoso, muchas veces, interviene para detener los efectos naturales que nos perjudican. El castigo de Dios consiste en que llega un momento en que su mano no interviene y permite que caigan sobre nuestras cabezas lo que merecemos, es decir, aquellas malas consecuencias que nosotros mismos hemos causado con nuestras malas acciones: enfermedad, deshonor, problemas económicos, ser abandonados por la familia.
Cuando Dios deja de intervenir en nuestro bien, el castigo es el merecido: porque sabíamos cuáles podían ser las consecuencias y, aun así, aceptamos realizar esa acción. Dios nunca nos castiga más de lo que merecíamos: sabíamos lo que hacíamos y, a pesar de los avisos de nuestra conciencia, aceptamos hacer aquello que sabíamos que podía conllevar esas consecuencias. Cuando Dios decide castigar a alguien, ese es el modo como sucede. Rara vez, le caerá al culpable un rayo del cielo que lo fulminará, o le sucederá al culpable de sembrar la división como le ocurrió a Miriam, que quedó repentinamente cubierta por la lepra: Cuando la nube se marchó de encima de la tienda, Miriam había quedado leprosa, blanca como la nieve (Números 12, 10).
El castigo de Dios consiste, normalmente, en permitir la acción de causas naturales. Es un decreto de la voluntad divina que permite el mal, no que crea el mal.
El concepto de maldición intergeneracional
La teoría de la maldición intergeneracional va más allá de lo expresado en la Biblia, es como si reificara (cosificara) el pecado cometido por los padres lanzándolo sobre los hijos en forma de males físicos, de enfermedades mentales y de cadenas espirituales. Precisamente porque en esta equivocada mentalidad la maldición está reificada, se hace necesario romper esa “cosa”.
El modo en que esa cosa se rompe es del todo similar a los exorcismos. El problema es que ni una carga generacional ni una maldición son seres personales. Dirigirse a ellos, cuando realmente no nos escuchan, no niego que se pueda hacer. Es cierto que Jesús se dirige directamente, por ejemplo. a la tormenta para calmarla:
Luc 8:24 Y viniendo a Él, le despertaron, diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! Y despertado Él, increpó al viento y al levantamiento de las aguas; y cesaron, y fue hecha bonanza.
El verbo epetimesen se puede traducir por la “rechazó”, la “reprobó”. Exactamente, el mismo verbo se repite cuando Jesús rechaza la fiebre que padecía la suegra de Pedro (Lucas 4:39). Pero esos pasajes se pueden interpretar como cuando Jesús le habla a la higuera estéril:
Mar 11:14 Entonces Jesús respondiendo, dijo a la higuera: Nunca más coma nadie fruto de ti, por siempre. Y sus discípulos lo oyeron.
Evidentemente, Jesús sabía que la higuera no le escuchaba, ese árbol no es persona. Por lo tanto, no hay alguien que escuche. Se trata de una enseñanza que se hace acción. La higuera simboliza una persona que no produce frutos espirituales. Y recibe el castigo que recibiría una persona espiritualmente estéril. Que esa es la razón de tal acción de maldición, se ve en que el evangelista hace la siguiente observación:
Mar 11:13 Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, vino a ver si quizá hallaría en ella algo; y cuando vino a ella, nada halló sino hojas, porque no era tiempo de higos.
No era tiempo de higos, luego toda esa acción era una enseñanza. Por eso se dirige directamente a la tormenta o a la fiebre, como un medio para mostrar su soberanía sobre todo. Dirigirse a la enfermedad o la pobreza o el pecado de forma directa, rechazándolos, no sería una parte problemática respecto al modo en que muchos obran para destruir una ligadura generacional.
El problema es que la existencia de esas cargas heredadas y su quebrantamiento es una doctrina inexistente en la Biblia. La Palabra de Dios insistirá, una y otra vez, en la conversión. La conversión es lo que cambia a las personas. En la Biblia se enseña cómo el pecado hunde al sujeto, y cómo aceptar a Jesús como Señor transforma al bautizado. El bautismo anula el pasado porque es un nuevo nacimiento. Si fue bautizado de niño y tuvo una vida posterior de pecado, habrá que actualizar ese bautismo a través de la gracia. El Evangelio hace de los seguidores de Jesús hombres nuevos.
Pensar que vamos cargados de cadenas ancestrales que tienen que ser rotas por oraciones concretas veo que, en la práctica, implica disminuir el poder del bautismo. Y si uno pecó mucho después del bautismo, significa pensar que la gracia no es suficiente. Significa que a la gracia hay que añadirle oraciones concretas y específicas, procedimientos, fórmulas, y que sin ellas la gracia sería insuficiente. Si esto fuera así, ¿por qué no se dice ni una palabra acerca de ello en todo el Nuevo Testamento?
La doctrina de las maldiciones heredadas no niega formalmente el poder del bautismo (o de la gracia), pero en la práctica sí que implica un debilitamiento de lo que significa este.
Pecado y ataduras
Todos tenemos conciencia de la responsabilidad de nuestras decisiones. La responsabilidad nace de la libertad. Todos sabemos lo que es un vicio, y cómo, en la medida en que sea fuerte, resulta difícil desarraigarlo. Cada ser humano sabe por experiencia cómo la repetición de actos crea una facilidad para hacer actos, sean estos buenos o malos.
En la mentalidad de las cargas generacionales este sencillo concepto del vicio y la virtud pasa claramente a un segundo plano: se piensa que las cadenas heredadas son las que no dejan vivir la vida cristiana, se piensa que hay una razón externa por la que uno no puede seguir el camino de los mandamientos. Aunque, habitualmente, se hable de dificultad extrema para no tener que negar la verdad bíblica de la libertad humana. Esa forma de ver las luchas del alma resulta ajena al espíritu del Nuevo Testamento. Los impulsores de la doctrina de las cargas generacionales tratan de mitigar y reconducir todo este esquema para no caer en la idea de la falta de libertad. Pero solo se mitiga a nivel del lenguaje, porque, en la práctica, se piensa que, si la cadena existe, uno no podrá vencer al pecado.
El esquema neotestamentario de virtud y vicio, de pecado, esfuerzo y gracia para vencer al pecado, es un esquema sencillo y basado en la experiencia. El esquema teórico de las cadenas que proceden de nuestros padres es oscuro y hay que hacer un acto de fe en las personas que afirman ver esas ataduras gracias a supuestos dones. Por supuesto que los que creen en esas ataduras no dicen que haya que sustituir el viejo esquema bíblico por el nuevo de la herencia ancestral. Pero, en la práctica, el sujeto no puede llevar una vida cristiana hasta recibir esas oraciones concretas. En teoría ellos no niegan la libertad. Pero, de hecho, no puedes seguir el camino de los mandatos de Dios hasta que ellos han realizado las oraciones específicas que precisaba el sujeto.
En el fondo, no puedes seguir el Evangelio hasta que se ha aplicado una determinada farmacopea de fórmulas de rechazo de esas maldiciones. Si tienes esas cadenas, puedes creer en el Evangelio, pero no seguirlo. Puedes creer en Jesús, pero no andar en el camino de los Mandamientos de Dios. Esto significa que no basta el Evangelio. Si uno fuera consecuente, a la Buena Nueva habría que añadirle un apéndice que sería ese manual de métodos para rechazar las cadenas y maldiciones.
En el cristianismo nunca se ha prestado atención al tema de las maldiciones intergeneracionales. En los Evangelios no se menciona ni una palabra sobre el tema. Podemos leer sermones, tratados teológicos, cartas o encíclicas, este es un tema ausente. ¿Qué han hecho los cristianos hasta que han llegado estos quebrantadores de cadenas? ¿Todos estaban atados hasta la segunda mitad del siglo XX que es cuando apareció este nuevo esquema de entender las cosas?
En este errado esquema, resulta habitual perder tiempo en examinar el árbol genealógico para descubrir de dónde vienen los problemas. El tiempo dedicado a eso, por supuesto, es completamente inútil. Pero ellos insisten mucho en términos como “línea de sangre”. Así como los predicadores obsesionados con la acción del demonio siempre están hablando de las cosas que “contaminan”: personas y objetos que producen una contaminación maléfica; los predicadores obsesionados con estas maldiciones están obsesionados con la “línea de sangre”.
Ambas obsesiones tienen mucho en común. Los unos se centran en una contaminación externa, los otros se centran en una contaminación interna. Frente a unos y otros, no se puede menos que recordar las palabras de Nuestro Maestro cuando enseñó:
Mat 15:18-20 Pero lo que sale de la boca, del corazón sale, y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias.
Estas cosas son las que contaminan al hombre, pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre.
Que la enseñanza de Jesús respecto a las cosas que contaminan vale para este campo salta a la vista. Cualquier lector del Evangelio puede comprobar que sus páginas no dedican ningún espacio a las contaminaciones ni externas ni de la línea de sangre.
La maldición que va más allá de la persona
Todo lo dicho no significa que, de forma absoluta, no haya actos tan graves que no tengan repercusiones en la descendencia. El hombre que, por una vida de pecado y vicio, dilapida entera una fortuna heredada y vende las casas y terrenos recibidos de su padre, evidentemente deja en la miseria a sus hijos. Este es un ejemplo de cómo hay actos que conllevan repercusiones en una segunda generación. Otro ejemplo es la madre embarazada que sigue tomando droga a sabiendas de los efectos irreparables que eso tendrá en el feto. Podrían ponerse más ejemplos de cómo hay decisiones lo suficientemente graves como para trascender el ámbito personal del sujeto que comete ciertas iniquidades. Pero estos casos no son excepciones a lo dicho. Una cosa es la evidencia de que determinados actos son causas cuyos efectos afectan a los demás, y otra muy distinta el esquema teológico de las cadenas generacionales. Lo uno se basa en la evidencia, lo otro se basa en misteriosas cadenas invisibles. Lo uno se basa en lo externo y comprobable, el otro esquema se basa en lo invisible y misterioso, normalmente visto por personas con supuestos dones.
He puesto el ejemplo de los padres creando males que implicarán en sus efectos a los hijos. Del mismo modo, también los grandes gobernantes ejercen una cierta paternidad sobre los pueblos. El presidente de una nación puede tomar deliberadamente decisiones que provocarán mucho dolor y sufrimiento sobre millones de personas. Hay jefes de estado que son una bendición para sus naciones: promoviendo el progreso, fomentando unión, armonía, justicia. Mientras que otros jefes de estado son una maldición para los países sobre los que consolidan su autoridad: siendo causa de represión, corrupción, dividiendo a la nación, favoreciendo que la riqueza se acumule en pocas manos.
Hay progenitores que son una bendición para sus hijos, y hay gobernantes que son una bendición para sus pueblos. Este sentido de bendición y maldición sí que es bíblico. En una nación oprimida por el demonio, se puede hablar de “cadenas del Mal” en un sentido poético. Esas cadenas son las decisiones que llevan a crear estructuras de pecado: policía que tortura, prisiones sin derechos, instituciones que oprimen económicamente al pueblo, etc. Pero lo que llamamos poéticamente “cadenas del Mal” son estructuras concretas, materiales, no lazos de oscuridad al estilo del poder de Mordor en El Señor de los anillos, al estilo del poder de oscuridad que se arroja sobre reinos enteros en los cuentos de fantasía. Para el cristianismo, la tiniebla no es otra cosa que el pecado.
En ese género de novelas de fantasía, hay que destruir un objeto o realizar una acción muy concreta, para que el poder de la obscuridad sea destruido. En el Nuevo Testamento, se deja claro que no existen acciones mágicas, por parte de seres tenebrosos que, con unas fórmulas y unos objetos malignos de poder, subyuguen a un reino entero. Frente a esa mentalidad que pone todo su énfasis en lo externo, en fuerzas que subyugan (o, al menos, debilitan) la libertad humana, lo que hay que hacer es predicar la Buena Nueva y convertirse.
Todos entendemos lo que es el alma, el demonio, el pecado. Pero no podemos reificar esas cadenas como si fueran “cosas” invisibles. Lo único invisible son las almas y los malos espíritus que pululan tentando. No hay más realidades malignas sobrevolando las casas y las regiones. Insisto en que no me parece mal en que un predicador hable de cadenas espirituales en sentido poético, pero es una metáfora, solo una metáfora.
Jesús dijo que le entregaría a Pedro las llaves del reino de los cielos. Pero no existen esas llaves del Reino de los cielos, entendidas las tales como objetos materiales. Tampoco existen como dos llaves de luz o algo de ese tenor fantástico: son una metáfora de la autoridad apostólica y de la potestad sacramental. Del mismo modo que Jesús nunca entregó ninguna llave material al apóstol Pedro, tampoco hay que romper ninguna cadena ancestral, porque no existen. Lo que sí que existen son el pecado, los demonios, los vicios.
Si algo hay que romper, sería el pecado. Pero el pecado no existe como una cosa fuera del alma, es una deformación del alma. La única cadena que existe es el vicio que es algo totalmente personal e intransferible, no se hereda: está en el alma y se la lleva la persona consigo al morir, porque es una característica propia.
El vicio es fruto de nuestras decisiones, no de las de otros. Dentro del alma, el pecado. Fuera del alma, lo que existen son los demonios. Entre el demonio y el alma, está la tentación, es decir, las especies inteligibles que el mal espíritu pone en nuestra mente. Pero la tentación es algo puntual. Es como la luz: apagada la vela, se extingue su luz. Si se va el demonio, su acción tentadora cesa. El vicio sería la única cosa parecida a esas cadenas de las que hablan los defensores de estas maldiciones. Pero ellos, claramente, no se están refiriendo a algo tan sencillo como los vicios, sino a cargas en que son transmitidas por las líneas de sangre. De ahí que el remedio tampoco sea el remedio sencillo contra los vicios, sino métodos más complejos que, con frecuencia, tienen que ser explicados en libros o cursos.
El intento de salvar esta teoría
Alguien para salvar el esquema de las maldiciones intergeneracionales alegará, tras leer lo que he escrito, que, entonces, esas cadenas son los demonios. Pero si se acepta ese cambio, entonces ¿para qué hablar del oscuro asunto de las cargas ancestrales como “cosas” si nos estamos refiriendo a la doctrina de toda la vida de que hay demonios que nos tientan? Tal cambio sería un intento de salvar a toda costa un esquema inadecuado.
Es cierto que me he encontrado con exorcistas que tienen esa mentalidad de que casi todo el mundo tiene demonios “pegados” que, en el fondo, actúan como cadenas. Esta tesis es metafísicamente más razonable: ya no estamos hablando de cadenas como cosas, sino de demonios pegados, demonios insistentes, demonios que acompañan a alguien de forma pertinaz. Pero la razonabilidad de este nuevo esquema depende de la cantidad. Verdad es que hay personas que tienen un demonio que tienta insistentemente a alguien y, en ese sentido, se puede decir que está “pegado”. Pero sería un error pensar que todo el mundo tiene demonios pegados. Y más errado sería pensar que esos espíritus impiden de forma absoluta seguir el camino de los mandamientos de Dios.
Algunos dirán que no lo impiden de forma absoluta, pero que ejercen una influencia grandísima. Ya he dicho antes que todo depende de la cantidad a la hora de considerar esta tesis de los demonios pegados como algo razonable o no. Si el esquema neotestamentario de virtud, vicio, gracia, lucha, lo vamos a cambiar por la mentalidad de que casi todo el mundo lo que precisa no es el esfuerzo, sino las oraciones exorcísticas, sería un error de enfoque.
Los demonios existen, pero nos equivocaríamos si pretendiéramos mantener la construcción teórica de las maldiciones intergeneracionales simplemente cambiando “cadenas” por “demonios”. El mensaje del Nuevo Testamento se centra en la conversión, no en romper unas cadenas que son cosas dotadas de existencia independiente de las almas, ni en expulsar demonios pegados como si esto fuera lo realmente esencial para quienes escuchan la Buena Nueva.
Como se ve, si queremos hablar de demonios, lo razonable dependerá de una cuestión de cantidad. Y, además, los demonios no se heredan. Si reducimos todos los excesos de ese esquema generacional (bien sea con cadenas o con demonios), si reconducimos todo a límites razonables, al final, nos queda el Evangelio, es decir, la vida tradicional cristiana con los consejos habituales de los párrocos y confesores dados a sus fieles durante siglos, la vida tradicional cristiana sin esquemas raros.
Si reconducimos todo este asunto a unos límites razonables, lo que he dicho no significa que algunas personas no puedan sufrir la tentación pertinaz procedente de los demonios, demonios muy insistentes que es como si estuvieran pegados. Todo lo dicho tampoco significa que no haya vicios que sean como cadenas. Tampoco hay nada de malo en predicar que hay demonios que tienen atadas a algunas almas con las cadenas del pecado. Nada de malo hay ni en la metáfora ni en la idea de demonios que nos tientan. El problema viene cuando la metáfora se cosifica y se empieza a construir un esquema teológico del cual nace una praxis nueva, no conocida en veinte siglos. El problema viene cuando lo que se predica es que lo que realmente importa no es el esfuerzo por seguir los consejos de Jesús, sino exorcizar demonios.
Esta obra no es un escrito de divulgación. Deseo analizar la cuestión en toda su profundidad. Así que no quiero dejar de mencionar una posibilidad teológica que habría que añadir a lo ya dicho: ¿y si las cadenas de las que se habla en estos grupos son, en realidad, almas perdidas? Para entender lo que son ese tipo de almas del purgatorio que he mencionado como “almas perdidas” habría que leer mi libro Tratado sobre las almas perdidas.
Sin entrar aquí a explicar ese otro asunto escatológico, que no es sencillo, sí que hay que dejar claro que la teoría de las maldiciones intergeneracionales no se salvaría cambiando “cadenas” por esas determinadas almas del purgatorio, un tipo muy específico de almas que precisan de nuestra ayuda. Es el esquema general de esa teoría del lastre generacional heredado el que falla.
Ahora bien, para nada pongo en cuestión la buenísima voluntad de esos grupos que han creído estar rompiendo maldiciones. Quizá esos grupos han estado orando por sujetos que, en realidad, lo que tenían eran unos demonios que les tentaban; quizá otros lo único que sufrían eran vicios personales, quizá otros sufrían inclinaciones meramente psicológicas. Sin ninguna duda, sus oraciones les han ayudado, toda oración para ayudar a alguien es escuchada por Dios. No pongo en cuestión que su dedicación a este campo haya cambiado la vida de personas que necesitaban ayuda. Lo que pongo en cuestión es si el esquema general era el adecuado. En mi opinión, no.
¿Pero las personas mejoran con este tipo de oraciones?
Cuando he hablado con quienes realizaban oraciones de sanación intergeneracional, la gran razón que me ofrecían a favor de todo esto es que las personas mejoraban con tales oraciones. No lo cuestiono, pero no hay que olvidar que la oración siempre es escuchada por Dios con independencia de si la razón inicial que nos llevó a orar era correcta o no.
Si yo oro con perseverancia y fe por un alguien que considero que sufre una depresión provocada por el demonio, no será raro que mejore, aunque su depresión para nada esté causada por un mal espíritu. Si yo oro mucho por alguien que considero que tiene un espíritu de ruina económica, su situación financiera puede mejorar, aunque para nada existan ese tipo de espíritus. (Sea dicho de paso, yo no creo que existan. No está en manos de un espíritu maligno hundir la economía de alguien, solo pueden tentar). Con lo cual, la mejoría de esos individuos no constituiría, realmente, una prueba de la verdad de esa hipótesis.
No hay que dudar de que muchas personas han mejorado sus vidas radicalmente al recibir las oraciones de liberación intergeneracional: esas oraciones han alejado a los malos espíritus que les tentaban y han recibido gracias para vivir más rectamente. Incluso si oramos con mucha fe por alguien con un problema psicológico, no es de extrañar que mejore, porque Dios le va a ayudar. Y eso sin contar con los buenos consejos que se le darán en el grupo, y el mismo esfuerzo de ese sujeto que se siente querido y acompañado.
¿Pero hay casos claros de este tipo de cargas?
Cuando he conversado con quienes hacen este tipo de oraciones, la otra gran razón que me ofrecen para creer en las cargas generacionales son los casos de “males inexplicables” que se heredan. Pero después, conocidos en detalle, esos males no son tan inexplicables. Me exponen casos en que por tres generaciones una familia ha sufrido depresión, u otra familia alcoholismo o esquizofrenia. Pero la esquizofrenia tiene un componente genético clarísimo, de ahí que con frecuencia se herede. La depresión resulta estadísticamente tan frecuente que el hecho de que tres generaciones hayan sufrido depresión entra perfectamente dentro de lo normal sin necesidad de apelar a razones extraordinarias. Tampoco el alcoholismo “heredado” es prueba de nada, porque suele ser más prevalente en algunas familias a causa del mal uso del alcohol aprendido desde la infancia en determinados entornos. Es el entorno el que favorece el alcoholismo y no misteriosas herencias ancestrales en el alma. En todos estos casos expuestos, únicamente observo la intervención de causas naturales.
Insisto, cuando con apertura de mente, he hablado con individuos que realizaban este tipo de oraciones estas dos han sido las únicas razones que me han ofrecido: casos indudables de herencia maligna y la mejora de esas personas al orar por ellas. No dudo que en una familia haya tres generaciones que han sufrido cáncer, por ejemplo. Pero que, tras orar, alguien siga (de momento) sin contraer cáncer no prueba este esquema de maldición.
Si no hay pruebas, si no hay base bíblica clara (como expondré más adelante), si es algo ajeno a la tradición cristiana, considero que es mejor prescindir de él y quedarse con el esquema tradicional. Esquema tradicional en el que las enfermedades se deben a causas biológicas y los problemas económicos, por ejemplo, a causas naturales. Otra cosa distinta es que las cosas de este mundo las podamos leer bajo los criterios de castigo, bendición o prueba que nos santifica. Pero el criterio de lectura es el que se nos ofrece (a grandes rasgos) en el Libro de Job, no el de una carga heredada incluso en el caso de no conocer quienes han sido los padres.
¿No existe ninguna herencia?
Aquí he intentado mostrar por qué no estoy de acuerdo con el esquema de las maldiciones intergeneracionales. Ahora bien, otra cosa distinta es pensar que las almas puedan nacer con inclinaciones heredadas de sus padres. Es decir, puede haber hijos que nazcan con ciertas buenas o malas inclinaciones de carácter que proceden del alma de sus padres.
Pero, aunque esto, en teoría, no es rechazable, ¡resulta tan difícil saber si es así! Vemos a hijos buenísimos de padres muy malos, y al revés. Sin duda, cada alma es una tabula rasa creada por Dios. Pero, en este panorama esencial (cada alma es como una hoja en blanco al ser creada), es posible que alguna vez alguna característica de los padres aparezca en los hijos: un hijo que hereda el sentido del humor del padre o su inteligencia o su mal genio.
El problema es saber si esas características específicas son fruto del ambiente, del trato, de la educación o de algo más íntimo como son los rasgos del alma.
Adán y Eva
Algunos apelan al pecado original como argumento a favor de las maldiciones intergeneracionales. Pero no olvidemos que, al hablar de los niños, lo que hemos dado en llamar el “pecado original” se denomina “pecado” por proceder de ese pecado. Pero lo heredado no es un pecado, porque el pecado no se hereda. El pecado es siempre, absolutamente siempre, algo personal, nunca se puede transmitir. Nadie puede pecar por otro. Por eso prefiero hablar de “pecado original” para referirme al pecado de los primeros padres, y de “mancha original” a lo que reciben sus descendientes.
La mancha original de los niños consiste en una ausencia de gracia santificante y en la presencia de la concupiscencia. Así que la existencia de esa mancha heredada como argumento para las maldiciones no es del todo claro. Y digo que “no es del todo claro” en vez de afirmar que “no es un argumento válido”, porque hay dos formas de entender esa mancha heredada: una es entenderla como mera ausencia, la otra como transmisión de algo negativo.
En mi reflexión personal sobre el pecado original, llegué a las mismas conclusiones que monseñor Ladaria, teólogo al que sinceramente admiro. Su posición la veo sintetizada en estas palabras:
No parece que se trate de afirmar que la generación como tal es el instrumento de la transmisión
del pecado, sino que este se contrae por el hecho de venir al mundo, por el nacimiento
por medio del cual se entra en este mundo y en esta historia marcada por el pecado
(Luis F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993, pg 100-101).
Es decir, el pecado original sería solo ausencia de gracia y nada más que ausencia. Pero reconozco que la expresión de Trento de que el pecado de Adán se contrae por la generación y no por la imitación enseña que aquí hay algo más profundo, de naturaleza misteriosa, que no conocemos con nuestras fuerzas naturales:
Si quis hoc Adae peccatum quod origine unum est et propagatione non imitatione transfusum
omnibus inest (…): anathema sit (Concilio de Trento, sesión V).
Si alguno de los pecados de este Adán es de origen y transmitido por reproducción, no por imitación, maldito sea
Por más vueltas que le he dado a la expresión de Trento, veo claro que se enseña que aquí hay algo más. Y ese algo más es lo que menciona el Catecismo de la Iglesia Católica:
Por esta "unidad del género humano", todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 404).
Concluyendo, el esquema teológico de las maldiciones intergeneracionales me parece errado. Pero esto no significa que en la generación de las almas humanas haya algo misterioso que se nos escapa, que sí que pueda existir una cierta herencia buena o mala.
Naciones que yacen bajo maldiciones
Es cierto que la acumulación de pecados gravísimos en una nación provoca que haya pueblos que parezcan estar bajo el férreo yugo de una maldición. Países que sufren de forma endémica la violencia, la opresión, la miseria. Pero esa carga se perpetúa por los mecanismos ordinarios por los que se transmite el pecado: el mal ejemplo, el ambiente corrompido, la educación en el vicio, las estructuras de pecado. No es que en esos países se cometan pecados personales y a eso se añada una carga invisible. Esa carga solo consiste en el pecado. La única herencia es el aprendizaje del pecado, las estructuras sociales que perpetúan la injusticia, la violencia, la corrupción de los funcionarios.
El remedio contra esto es el que han usado los misioneros de Europa en el siglo V, los de Latinoamérica en el siglo XVI, o los de África en el XIX. Jesús nos dijo que debíamos ser la sal del mundo, la levadura, semilla. Pero ni una palabra sobre las cargas misteriosas, ni una palabra sobre qué hacer para quebrantarlas.
Pero si prescindimos del esquema de las maldiciones intergeneracionales, sí que haremos bien en considerar a los países de la tierra no solo en su producto nacional bruto u otras características sociales o económicas, sino también y sobre todo en su aspecto de carga de pecado. Hay naciones de la tierra lastradas por una carga invisible que las encadena y oprime.
Hay pecados personales tan graves que atraen de forma objetiva el castigo divino. Entendido ese castigar divino del modo que ya he explicado: el Omnipotente deja actuar los efectos de nuestro obrar para que aprendamos la gravedad de la causalidad que hemos puesto en marcha. Pues bien, en ese sentido se puede decir que hay iniquidades que provocan la maldición.
Muchísimas iniquidades de la mayor gravedad (asesinatos, brujería, esclavitud), cometidas por una colectividad, atraen la maldición sobre esa ciudad, región o país. De ahí que podemos decir que hay naciones que parecen estar bajo una maldición: la maldición del pecado. El cristianismo viene a romper esas cadenas, a liberar de esa carga, a anular esa maldición. Pero hay que entender todas estas realidades espirituales al modo del Evangelio, con esa simplicidad. Reificar esas realidades espirituales, entenderlas de un modo cuasimágico, no es la enseñanza que se desprende ni de las parábolas ni de la glosa que suponen las cartas de san Pablo. Incluso san Juan, que tanto se extenderá en el Apocalipsis en describir la acción del Dragón y las Bestias, no ofrece ningún fundamento al esquema de las maldiciones intergeneracionales.