El Cielo nuevo y La Tierra Nueva

A. EL CIELO NUEVO Y LA TIERRA NUEVA
Después del juicio del gran trono blanco y de la destrucción del primer cielo y la primera tierra, Juan escribe en Apocalipsis 21:1: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más.» El cielo nuevo no se describe, y todo lo que se dice acerca de la nueva tierra es: «el mar no existía ya más» (Ap. 21:1). El extraño silencio de las Escrituras sobre la apariencia de la tierra nueva y del cielo nuevo no se explica en ninguna parte. En cambio nuestra atención es dirigida hacia la ciudad santa, la nueva Jerusalén.
B. LA DESCRIPCION GENERAL DE LA NUEVA JERUSALEN
Juan escribió su visión en estas palabras: «Yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido» (Ap. 21: 2). El problema inmediato que enfrentan todos los intérpretes es el significado de lo que Juan vio. Si uno acepta la declaración tal como la expresa, Juan vio una ciudad santa llamada nueva Jerusalén, en contraste con la vieja Jerusalén
terrenal que había sido destruida cuando la tierra fue arrasada. Se dice que la ciudad desciende del «cielo, de Dios». Es significativo que no se diga que la ciudad fue creada, y aparentemente existía durante el período previo del reino milenial, posiblemente como una ciudad satélite sobre la tierra; como tal, pudiera haber sido el hogar milenial de los santos resucitados y arrebatados. Por la descripción de la tierra milenial se ve claramente que no había sobre la tierra ninguna ciudad como la
nueva Jerusalén durante el milenio. Algunos creen que Cristo se refería a la nueva Jerusalén cuando dijo en Juan 14:2: «voy, pues, a preparar lugar para vosotros».
Aquí en Apocalipsis se ve a la nueva Jerusalén descendiendo del cielo y ciertamente con el destino de posarse sobre la nueva tierra. Juan, además, describe la ciudad como «una esposa ataviada para su marido». Sin embargo, como lo muestran revelaciones posteriores, la nueva Jerusalén incluye santos de todas las dispensaciones, y es, por lo tanto, preferible considerar ésta como una frase descriptiva y no como una referencia típica. La nueva Jerusalén es hermosa, como la novia ataviada para su marido es hermosa. Consecuentemente, aunque la ciudad es literal, su hermosura es la de una novia. Aun cuando comparativamente pocos pasajes de la Biblia tratan el tema del nuevo cielo y la nueva tierra, no es en Apocalipsis donde esta verdad aparece por primera vez. En Isaías 65:17 Dios anunció: «Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento.» Este versículo ocurre en el contexto de la tierra milenial y algunos piensan que se está refiriendo a una Jerusalén renovada que habrá durante el milenio. Sin embargo, sería preferible considerarla como una referencia a la nueva Jerusalén que estará en la tierra nueva que se ve en el trasfondo, mientras la Jerusalén renovada en el milenio se ve en el primer plano, como en Isaías 65:18. Otra referencia se encuentra en Isaías 66:22, donde afirma: «Porque como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra simiente y vuestro nombre.» Mientras la Jerusalén terrenal será destruida al final del milenio, la nueva Jerusalén permanecerá para siempre así como la simiente de Israel permanecerá para siempre.
En 2 Pedro 3:13 se hace otra predicción de nuevos cielos y nueva tierra, caracterizados como lugares donde morará la justicia. En consecuencia, se puede concluir que a través de las Escrituras se consideran el cielo nuevo y la tierra nueva como la meta final de la historia y como el lugar final de reposo de los santos.
Habiendo introducido el nuevo cielo y la tierra nueva y la nueva Jerusalén, Juan procede a describir sus características principales en Apocalipsis 21:3-8. Allí Dios habitará con los hombres y será su Dios. El llanto, la muerte y el dolor serán abolidos, como Juan afirma, «porque las primeras cosas pasaron» (y. 4). Esto es confirmado en el versículo 5 por la afirmación: «He aquí yo hago nuevas todas las cosas.»
En la nueva Jerusalén, Cristo, como el Alfa y la Omega, promete: «Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo» (vv. 6-7). Por contraste, los inconversos descritos por sus obras y por la falta de fe «tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda» (y. 8). En contraste con la primera muerte, que es física y espiritual, la muerte segunda es separación eterna de Dios. Juan es invitado a mirar a «la desposada, la esposa del Cordero» y lo llevan «en el Espíritu a un monte grande y alto» (Ap. 21:9-10). Aquí Juan ve la nueva Jerusalén descendiendo del cielo, de Dios.
En la descripción que sigue en Apocalipsis 21 se declara que la nueva Jerusalén tiene «la gloria de Dios»; la ciudad es brillante con un «fulgor semejante al de una piedra preciosísima como piedra de jaspe, diáfana como el cristal» (y. 11). Aunque el jaspe suele ser el nombre de piedras de diversos colores, y son opacos, la piedra con la que se compara es preciosa y clara como el cristal. Debe de haber dado una impresión de increíble belleza y brillantez.
Los versículos que siguen describen la ciudad misma como que está rodeada por un muro de unos 70 metros de alto, con doce puertas en el muro guardadas por doce ángeles. En las puertas están los nombres de las doce tribus de Israel. La ciudad es de forma cuadrada y mira hacia el norte, el sur, el este y el oeste, indicando aparentemente que en la nueva tierra hay puntos cardinales como en la tierra actual.
El muro está sobre doce cimientos que, según el versículo 14, llevan los nombres de los doce apóstoles.
La ciudad es medida y se ve que tiene 12.000 estadios, o aproximadamente 2.400 kilómetros por lado, con una altura igual. Esto ha hecho surgir la pregunta acerca de la forma de la ciudad, si es un cubo o una pirámide. Probablemente sea mejor considerarla una pirámide, puesto que esto explica cómo podría el río fluir por sus costados, según se presenta en Apocalipsis 22:1, 2.
En general, todos los materiales de la ciudad son diáfanos y permiten el paso de la luz sin impedimentos. Aun el oro es como el vidrio limpio (21:18). Los cimientos del muro llevan los nombres de los doce apóstoles, y representan la iglesia, y están adornados con doce piedras preciosas que dan todos los colores del arco iris, y a la luz brillante de la ciudad proveen una visión hermosamente sobrecogedora (vv.19, 20).
Las puertas de la ciudad son de una sola perla grande, y la calle de la ciudad es de oro puro y cristalino (y. 21). La ciudad no tiene templo porque Dios está en ella (y. 22), y no tiene necesidad de la luz del sol, de la luna o de las estrellas, porque la gloria de Dios y del Cordero proveen la luz (v 23). Los salvados entre los gentiles (las naciones) caminan en la luz de la ciudad y entran libremente por sus puertas, que no se cierran porque allí no hay noche (y. 25).
Según esta descripción los habitantes de la ciudad son santos de todas las dispensaciones. No solamente Israel y los gentiles se mencionan, sino también los doce apóstoles que representan la iglesia. Esto está en conformidad con la descripción de Hebreos 12:22-24, que enumera a los habitantes de la nueva Jerusalén como que incluye a «la compañía de muchos millares de ángeles, la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, Dios el juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el mediador del nuevo pacto». De esto se puede deducir que la iglesia estará en la nueva Jerusalén, al igual que los «espíritus de los justos hechos perfectos» —refiriéndose a todos los santos no incluidos en la iglesia, judíos y gentiles—, y los ángeles, y a Jesús como el mediador del nuevo pacto.
Continuando la descripción de la nueva Jerusalén, Juan habla de un «río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero» (Ap. 22:1). El árbol de la vida, que da doce tipos de frutos, está en medio de la calle de la ciudad y cada lado del río proveyendo sanidad para las naciones (Ap. 22:2).
Se pregunta por qué es necesaria la sanidad de las naciones si ésta es una descripción del estado eterno. La dificultad se resuelve si se acepta la traducción «para la salud de las naciones». Puede ser que el fruto del árbol de la vida y el agua de la vida sean la explicación de la existencia sin fin que los cuerpos de los santos tendrán en la eternidad.
Continuando la descripción de la ciudad, Juan dice: «Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán» (y. 3). El estado bendito de ellos consistirá en que podrán ver a Dios cara a cara y llevarán su nombre en sus frentes (y. 4). Juan repite el hecho de que la nueva ciudad será resplandeciente y no necesitará luz artificial, y concluye con la palabra de Dios: « ¡He aquí, vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (y. 7).
Considerado el hecho de que los nuevos cielos y la nueva tierra serán la morada eterna de los santos, es notable que haya pocas descripciones de ellos en la Escritura. Es cierto que la Biblia tiene el propósito principal de darnos luz para nuestro actual sendero diario. Al mismo tiempo se nos da un vistazo suficiente de la gloria venidera, a fin de animarnos a avanzar en nuestra vida de fe. Sin lugar a dudas, hay mucho más que se nos puede revelar que el breve vistazo que se nos ha concedido en estos capítulos finales del libro de Apocalipsis.
Aunque Dios ha revelado a su pueblo una cierta medida de lo que «ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre» (1 Co. 2:9), indudablemente hay mucho más que Dios revelará al hombre en la eternidad. No se ha dicho aún la mitad, y nuestro gran Dios se complacerá hasta la eternidad sin fin en manifestar su amor y gracia a quienes han recibido a Cristo como Salvador y Señor.
La Biblia, que es lo único que revela las maravillas del cielo, es igualmente explícita en sus declaraciones acerca de las condiciones según las cuales los pecadores de esta raza caída pueden entrar allí. Sin embargo, hay multitudes que acarician la idea de poder entrar en el cielo y que al mismo tiempo no prestan atención a los consejos de Dios en que expone el único camino dado a los hombres en que puedan ser salvos. No toda persona entrará en el cielo; aquella gloria y bienaventuranza es para los redimidos. La redención depende en forma absoluta de la aceptación del Redentor.
Esa aceptación es una transacción de lo más sencilla y, sin embargo, tan vital y conclusiva que el alma que confía recibirá la seguridad por sobre todas las cosas de que está dependiendo solamente de Cristo para su salvación.