Para muchos mortales, el hábito de sentarse a comer juntos alrededor de la mesa es algo más profundo que deleitar gastronómicamente el paladar saboreando simplemente ciertos alimentos, por muy sofisticados y vanguardistas que éstos puedan ser. En el devenir de la historia, las civilizaciones, y dentro de ellas principalmente el seno familiar, han pactado diversas cosas y han sellado cuantiosos compromisos en torno al buen yantar.
Si nos situamos en el contexto de hace algún tiempo, y sobre todo en el ámbito rural, gusta recordar cómo a la hora de sentarse a comer las personas que habitaban sus casas, lo hacían en la proximidad de la lumbre, al abrigo del calor de una buena conversación, donde la vista se perdía en el crepitar del fuego e invitaba a platicar con serena quietud aquellos aconteceres que traían cada jornada.
Además, casi con toda seguridad, notables relatos y míticas leyendas que la tradición oral iba transmitiendo de generación en generación, habrán tenido su origen en las entrañas de esas coloquiales comidas que tanto unían humana y espiritualmente a sus gentes. Y mientras los fogones calentaban y preparaban el sustento, el diálogo fluía entre sonrisas, atenciones y puntos de vista personales, haciendo más atractivo el ceremonial de compartir las anheladas pitanzas.
La comida solía hacerse al apego de la lumbre en las familiares cadieras, donde se reunían amos, criados y jornaleros en las pausas de sus respectivas obligaciones donde prestaban sus servicios. Las tostadas ungidas en ajo y aceite, o mojadas en buen vino, servían como preludio al acto central de la comida que a su vez estaba elaborada con sabias recetas en la cocina doméstica. A pesar de que los productos eran básicos, el mero hecho de sentarse juntos para compartir la comida suplía con creces dicha simplicidad, dando paso con ella a toda una cultura popular.
Pero a aquel tiempo le ha superado el presente, un vertiginoso ir y venir de atropellos que aceleran nuestra forma de vivir y precipitan la manera de relacionarnos con los demás. Muchos individuos ya no van a comer a casa porque disponen de poco tiempo para ello, resultándoles más cómodo comer en el restaurante de la esquina, habitualmente solos. Otros prefieren comer con quienes se vinculan laboralmente, así continúan “trabajando” mientras comen y no pierden el hilo profesional que tanto prestigio les otorga hoy en día. Y algunos, para perder menos tiempo aún, comen de bocadillo, de taper o de sándwich bien en el puesto de trabajo o bien en la plaza o parque más cercano mientras ensueñan una desdibujada imagen de su familia.
En fin, son cosas del progreso, de los avances sociales, de la prosperidad incontenible, de ese engañoso estado de bienestar que, paradójicamente y sin darnos cuenta, tanto destruye los hogares. Cantidad de familias comen por separado, en diferentes horarios y, generalmente, deprisa, sin tiempo para hablar. Viviendas que se han convertido en “posadas domésticas” en donde se entra, se sale, se habita, pero muy pocas cosas se comparten, entre ellas conversar en la misma mesa de lo más importante de nuestra existencia: de la vida. Empero, no solamente comer en familia nos puede llevar a dialogar, es una oportunidad única para educar, para limar asperezas, para aprender a amar, para sonreír cuando las cosas nos van mal. También se puede cultivar la generosidad, la paciencia, la escucha, la serenidad o el agradecimiento por tener qué comer en compañía de nuestros seres queridos. De ahí que la familia sea un instrumento de comunicación vital que deliberadamente ahuyenta toda esa tecnología digital que nos encierra en nosotros mismos haciéndonos cada vez más insolidarios con nuestro entorno y más esclavos de la indiferencia.
Es cierto que los tiempos cambian, pero debemos reflexionar y reconocer que, en la medida de lo posible, tenemos que esforzarnos por hacer y crecer en familia sin escudarnos en los innumerables contratiempos y adversidades con que nos asalta cada día. Como dijera Winston Churchill: “una buena conversación ha de agotar el tema que se trata, pero no ha de agotar a sus interlocutores”. Por tanto agotemos parte de nuestro tiempo en la entrega a los demás, especialmente con la familia.