Los soldados ya iban a meter a Pablo en la cárcel, cuando él le preguntó al jefe de ellos: ¿Podría hablar con usted un momento?
El jefe, extrañado, le dijo: No sabía que tú hablaras griego. Hace algún tiempo, un egipcio inició una rebelión contra el gobierno de Roma y se fue al desierto con cuatro mil guerrilleros. ¡Yo pensé que ese eras tú!
Pablo contestó: No. Yo soy judío y nací en Tarso, una ciudad muy importante de la provincia de Cilicia. ¿Me permitiría usted hablar con la gente?
El jefe le dio permiso. Entonces Pablo se puso de pie en las gradas del cuartel, y levantó la mano para pedir silencio. Cuando la gente se calló, Pablo les habló en arameo y les dijo: Escúchenme, amigos israelitas y líderes del país; ¡déjen que me defienda!
Cuando la gente oyó que Pablo les hablaba en arameo, guardaron más silencio. Pablo entonces les dijo: Yo soy judío. Nací en la ciudad de Tarso, en la provincia de Cilicia, pero crecí aquí en Jerusalén. Cuando estudié, mi maestro fue Gamaliel, y me enseñó a obedecer la ley de nuestros antepasados. Siempre he tratado de obedecer a Dios con la misma lealtad que ustedes. Antes buscaba por todas partes a los seguidores del Señor Jesús, para matarlos. A muchos de ellos, hombres y mujeres, los atrapé y los metí en la cárcel. El jefe de los sacerdotes y todos los líderes del país saben bien que esto es cierto. Ellos mismos me dieron cartas para mis amigos judíos de la ciudad de Damasco, para que ellos me ayudaran a atrapar más seguidores de Jesús. Yo fui a Damasco para traerlos a Jerusalén y castigarlos.
Todavía estábamos en el camino, ya muy cerca de Damasco, cuando de repente, como a las doce del día, vino del cielo una fuerte luz y todo a mi alrededor se iluminó. Caí al suelo, y escuché una voz que me decía: “¡Saulo! ¡Saulo! ¿Por qué me persigues?”
Yo pregunté: “¿Quién eres, Señor?”
La voz me dijo: “Yo soy Jesús de Nazaret. Es a mí a quien estás persiguiendo.”
Los amigos que me acompañaban vieron la luz, pero no oyeron la voz. Entonces pregunté: “Señor Jesús, ¿qué debo hacer?”
El Señor me dijo: “Levántate y entra en la ciudad de Damasco. Allí se te dirá lo que debes hacer.”
Mis amigos me llevaron de la mano a Damasco, porque la luz me había dejado ciego. Allí en Damasco había un hombre llamado Ananías, que amaba a Dios y obedecía la ley de Moisés. La gente de esa ciudad hablaba muy bien de él. Ananías fue a verme y me dijo: “Saulo, amigo, ya has recobrado la vista.”
En ese mismo instante recobré la vista, y pude ver a Ananías. Entonces él me dijo: “El Dios de nuestros antepasados te ha elegido para que conozcas sus planes. Él quiere que veas a Jesús, quien es justo, y que oigas su voz. Porque tú le anunciarás a todo el mundo lo que has visto y lo que has oído. Así que, no esperes más; levántate, bautízate y pídele al Señor que perdone tus pecados.”
Cuando regresé a Jerusalén, fui al templo a orar, y allí tuve una visión. Vi al Señor, que me decía: “Vete enseguida de Jerusalén, porque la gente de aquí no creerá lo que digas de mí.”
Yo contesté: “Señor, esta gente sabe que yo iba a todas las sinagogas para atrapar a los que creían en ti. Los llevaba a la cárcel, y los maltrataba mucho.
Cuando mataron a Esteban, yo estaba allí, y estuve de acuerdo en que lo mataran, porque hablaba acerca de ti. ¡Hasta cuidé la ropa de los que lo mataron!”
Pero el Señor Jesús me dijo: “Vete ya, pues voy a enviarte a países muy lejanos.”