No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé.
JUAN 15.16
En el mercado romano de esclavos, las decisiones referentes al futuro de los cautivos descansaban solamente en las manos del comprador, no en aquel que se vendía. Con cierta semejanza, la Biblia enseña que Dios ha elegido a sus esclavos por su propia soberanía, su independencia y su preferencia.
Pero a diferencia del mercado romano de esclavos, donde se elegía a los cautivos según sus cualidades —como fuerza, salud y apariencia física—, Dios eligió a sus esclavos con el conocimiento total de sus debilidades y fallas. Nosotros «que no [somos] muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles sino… lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte» (1 Corintios 1.26–27). Ciertamente, Él misericordiosamente nos eligió para salvarnos a pesar de nosotros mismos, salvándonos, no por alguna
bondad inherente a nosotros sino acorde a sus propios propósitos eternos y para su gloria.
El Nuevo Testamento está repleto de ejemplos sobre el trabajo de iniciación y elección de Dios en la salvación. (Por ejemplo, vea Juan 15.16; Hechos 13.48; 16.14.) En cada caso, fue Dios quien hizo la tarea de elegir, llamar, designar y abrir el corazón. Así ocurre con la salvación, pues el nuevo nacimiento siempre ocurre no por «voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Juan 1.13).
La voluntad de Dios en el proceso de salvación es singular, dependiendo no de otra cosa que de su preferencia libre y no influenciada.