Una vez más, Jesús les puso un ejemplo a los sacerdotes, a los líderes judíos y a los fariseos: En el reino de Dios pasa lo mismo que cuando un rey hizo una fiesta para celebrar la boda de su hijo.
El rey envió a sus sirvientes para que llamaran a los invitados a la fiesta, pero los invitados no quisieron ir.
Entonces el rey envió a otros sirvientes con este mensaje: La comida ya está lista. He mandado preparar la carne de mis mejores terneros. ¡Vengan a la fiesta!
Pero los invitados no hicieron caso, y cada uno se fue a hacer otras cosas. Uno fue a ver sus terrenos, otro fue a atender su negocio, y los otros agarraron a los sirvientes del rey y los mataron a golpes.
El rey se enojó mucho, y envió a sus soldados para que mataran a esos invitados y quemaran la ciudad donde vivían.
Luego, el rey dijo a sus sirvientes: La fiesta de bodas está lista, y aquellos invitados no merecían venir. Vayan por las calles, e inviten a todos los que encuentren para que vengan a la fiesta de la boda.
Los sirvientes fueron a las calles de la ciudad e invitaron a muchas personas, unas malas y otras buenas; y así el salón de la fiesta se llenó de invitados.
Cuando el rey entró al salón para conocer a los invitados, vio a uno que no estaba bien vestido para la fiesta, y le dijo: ¡Oye, tú! ¿Cómo hiciste para entrar, si no estás vestido para la fiesta?
Pero él no contestó nada. Entonces el rey les ordenó a sus sirvientes: Átenlo de pies y manos, y échenlo afuera, a la oscuridad; allí la gente llora y rechina de terror los dientes.
Esto pasa porque son muchos los invitados a participar en el reino de Dios, pero son muy pocos aquellos a los que Dios acepta.