Fui a Jerusalén, porque Dios me reveló que debía hacerlo, durante mi tiempo allí, me reuní en privado con los que eran reconocidos como los dirigentes de la iglesia y les presenté el mensaje que predico a los gentiles. Quería asegurarme de que estábamos de acuerdo, porque temía que todos mis esfuerzos hubieran sido inútiles y que estaba corriendo la carrera en vano.
Sin embargo ellos me respaldaron y ni siquiera exigieron que mi compañero Tito se circuncidara, a pesar de que era griego, incluso esa cuestión surgió sólo a causa de algunos que se dicen cristianos —falsos cristianos en realidad —, que se habían infiltrado entre nosotros.
Se metieron en secreto para espiarnos y privarnos de la libertad que tenemos en Cristo Jesús. Pues querían esclavizarnos y obligarnos a seguir los reglamentos judíos, pero no nos doblegamos ante ellos ni por un solo instante. Queríamos preservar la verdad del mensaje del evangelio para ustedes.
Los líderes de la iglesia no tenían nada que agregar a lo que yo predicaba. (dicho sea de paso, su fama de grandes líderes a mí no me afectó para nada, porque Dios no tiene favoritos).
Al contrario, ellos comprendieron que Dios me había dado la responsabilidad de predicar el evangelio a los gentiles tal como le había dado a Pedro la responsabilidad de predicar a los judíos.
Pues el mismo Dios que actuaba por medio de Pedro, apóstol a los judíos, también actuaba por medio de mí, apóstol a los gentiles.
De hecho, Santiago, Pedro y Juan —quienes eran considerados pilares de la iglesia —reconocieron el don que Dios me había dado y nos aceptaron a Bernabé y a mí como sus colegas. Nos animaron a seguir predicando a los gentiles mientras ellos continuaban su tarea con los judíos.