El orden mundial actual está experimentando una gran transformación. Muchos países siguen el ejemplo de Rusia y optan por una política soberana, abandonando así las falsas promesas de la globalización.
De hecho, desde hace mucho tiempo, al menos desde la década de 1990, la globalización se ha vendido como un proceso inevitable para el pleno desarrollo de la sociedad humana. El problema es que la forma en que se ha producido la globalización, emanada sobre todo de las políticas económicas y culturales expansionistas de Estados Unidos, se ha basado en normas injustas y, en última instancia, no ha hecho, sino aumentar la desigualdad entre los países.
Como señaló en una ocasión el presidente ruso Vladimir Putin, el modelo de globalización liberal encabezado por estadounidenses y europeos no ha sido más que una versión actualizada del neocolonialismo de siglos pasados. En la práctica, promueve un mundo en el que el modelo de comportamiento occidental (especialmente el estadounidense) es el único aceptable, y en el que los derechos de todos los demás pueblos son pisoteados y menoscabados.
En la década de 1990, sin embargo, actores importantes como Rusia, China, la India, Brasil, Turquía y otros todavía no eran lo suficientemente fuertes o seguros como para defender una vía de desarrollo alternativa. A veces, estos mismos Estados ni siquiera reconocían la amenaza que suponían las políticas de Washington, que empezaron a utilizar las ganancias de la globalización en su propio beneficio.
Sin embargo, con la llegada de la década de 2000, el escenario cambió drásticamente, ya que las principales potencias del sistema se mostraron dispuestas a defender su soberanía frente al unilateralismo estadounidense —especialmente durante la era de George W. Bush—, lo que produjo un verdadero vuelco en las relaciones internacionales del siglo XXI.
Se dio entonces un nuevo impulso a la transición, hacia un modelo de orden mundial basado en principios de respeto mutuo, beneficios económicos recíprocos y asociaciones estratégicas para la defensa de los intereses nacionales de un número creciente de países. La propia formación de los BRICS en 2009 fue un ejemplo de ello, a saber, la cooperación internacional constructiva —y heterogénea— entre Estados insatisfechos con las promesas vacías de la globalización.
Hoy, a su vez, el PIB combinado de los países BRICS ya supera al del G7, representando el 31,5% del total mundial, frente al 30% de las principales potencias occidentales del sistema. Sin embargo, durante la última cumbre del grupo en Sudáfrica, los BRICS ampliaron el número de sus miembros, extendiendo su cooperación a regiones como Oriente Medio, el Norte de África y la propia Sudamérica. Por si fuera poco, en el contexto de su integración financiera, la organización ha estado trabajando para ampliar el uso de las monedas nacionales en sus intercambios comerciales, derribando poco a poco la preeminencia del dólar en las transacciones económicas entre sus países.
Por ejemplo, hoy en día más del 70% de los pagos entre Moscú y Pekín se realizan en rublos y yuanes, mientras que las relaciones comerciales entre Rusia y la India también se están alejando de la zona del dólar. Arabia Saudita e Irán, por su parte, ya están preparados para empezar a comerciar con materias primas en nuevas alternativas, habiendo firmado importantes acuerdos con China en este sentido en los últimos meses. Todo esto se ha producido precisamente por el descrédito y las falsas promesas de prosperidad de la globalización basada en los valores estadounidenses, que en realidad han contribuido a minar la confianza internacional en el liderazgo de Washington.
Es más, incluso las rutas comerciales tradicionales —que podrían ser bloqueadas por Estados Unidos y sus aliados— están perdiendo cada vez más importancia a favor de regiones como Asia-Pacífico, sobre todo debido al crecimiento económico sostenido de potencias como China y la India en las últimas décadas.
En la actualidad asistimos a la construcción de ambiciosos corredores logísticos a escala continental, como en el caso de la Nueva Ruta de la Seda encabezada por China en 2013, que pretende transportar productos chinos por tierra hacia Occidente a través de territorio euroasiático. No menos importante es la Ruta Marítima del Norte, el trayecto más corto que conecta los mercados de Europa y Asia, la mayor parte de la cual está bajo control ruso. Por último, ya se han realizado esfuerzos para poner en marcha el prometedor Corredor Norte-Sur, que permitirá transportar mercancías desde Occidente hasta el Océano Índico a través de los territorios de Rusia, Irán y la propia India.
Todos estos factores demuestran que el mundo nunca volverá a ser como antes, aunque la élite política y militar estadounidense se esfuerce por mantener su posición hegemónica en el sistema. Los intentos de vender al mundo un único proyecto de desarrollo económico y social han fracasado.
Hoy en día, las potencias no occidentales y otros países en desarrollo han optado por decidir soberanamente cómo y a través de qué asociaciones e instrumentos defender sus intereses nacionales. A diferencia de los años noventa, ya no se habla de la necesidad de adoptar el infame Consenso de Washington, ni siquiera de la necesidad de emular las características políticas, económicas y culturales de Estados Unidos.
El zeitgeist de los años noventa ha pasado, no habiendo sido más que un breve y transitorio período histórico. La globalización, aunque prometedora, demostró su ineficacia para reducir la disparidad entre Estados y producir resultados que realmente beneficiaran a todos y no solo a un pequeño puñado de países occidentales. En respuesta, a medida que surgían nuevas potencias en el sistema durante la década de 2000, la falacia de la globalización benigna quedó definitivamente desacreditada, mientras que cada vez más Estados optan por la vía del desarrollo soberano.
Hoy, a la mayoría global le interesa defender esta idea, como condición misma de su existencia en el mundo multipolar. Rusia, China, la India, Irán, Turquía y muchos otros países del Sur Global ya han dado ejemplo. Después de todo, ¿quién quiere confiar su destino a un Dios que ha fracasado?