Isaías 28:16
Nuestra era, caracterizada por los viajes supersónicos y las comunicaciones de alta velocidad, tiene como contraseña la prisa. Sin embargo, cuando leemos la Biblia descubrimos que Dios rara vez se apresura. Rara vez, digo, porque hay un ejemplo donde el padre corre para encontrarse con su hijo pródigo que regresa, sugiriendo que Dios se apresura a perdonar. Pero de manera general, Dios nunca tiene prisa.
Cuando David dijo: “la orden del rey era apremiante” (1 S. 21:8), usó de un subterfugio, y no debemos valernos de estas palabras para justificar nuestro frenético correr de aquí para allá.
Nuestro texto nos enseña una verdad muy sencilla: si confiamos en verdad en el Señor, no debemos tener prisa. La urgencia de nuestra tarea puede llevarse a cabo mejor si caminamos tranquilamente en el Espíritu que por el frenesí de la actividad carnal.
Un joven tiene prisa por casarse. Supone que si no actúa rápidamente, alguien más podría quedarse con la chica. La verdad es que si Dios quiere que esa chica sea para él, nadie más podrá tenerla. Si ella no es
la elección de Dios, entonces él tendrá que aprenderlo por el camino más difícil: “Cásate deprisa; arrepiéntete poco a poco”.
Otro se apresura para dejar su trabajo e ir a servir al Señor, como se suele decir, “a tiempo completo”. Argumenta que el mundo está pereciendo y que no puede esperar. Pero Jesús no arguyó así durante los treinta años que pasó en Nazaret. Esperó hasta que Dios le llamó al ministerio público.
Muy a menudo tenemos prisa en nuestra evangelización personal. Estamos tan ansiosos por acumular profesiones que arrancamos el fruto antes de que madure. Fallamos al no permitir que el Espíritu Santo convenza cabalmente de pecado a la persona. El resultado de este método es un rastro de falsas profesiones y de escombros humanos. Debemos dejar que: “la paciencia tenga su obra completa”, para que seamos perfectos (Stg. 1:4).
La verdadera eficacia de nuestra vida está no en correr locamente en proyectos y misiones que nosotros mismos nos hemos designado, sino en tener parte en aquella actividad que el Espíritu dirige, y esperar pacientemente a que el Señor la determine.