“El fruto del Espíritu es... fe”
(Gálatas 5:22).
Por lo general, este fruto del Espíritu se entiende como fidelidad. No se refiere a la fe que salva o a la confianza que ejercemos en Dios día tras día (aunque puede estar incluida). Más bien alude a la fidelidad y seriedad en nuestros tratos con el Señor y con los demás. Alguien la ha definido como: “ser fiel a sí mismo, a la propia naturaleza, a cualquier promesa dada y a cualquier confianza que se nos dispensa”.
Cuando decimos que la palabra de un hombre es su garantía, queremos decir que tiene palabra, que al tratar con él, no es necesario un contrato escrito. Una vez que se ha comprometido a realizar algo, se puede depender y confiar en que él ciertamente lo llevará a cabo.
El hombre fiel acude puntual a sus citas, paga a tiempo sus cuentas, asiste regularmente a las reuniones de la comunidad local y lleva a cabo las tareas que le asignan sin tener que recordárselo constantemente. Es inquebrantablemente fiel a sus votos matrimoniales y constante en el cumplimiento de sus responsabilidades familiares. Separa conscientemente dinero para la obra del Señor y es cuidadoso con la mayordomía de su tiempo y talentos.
Fidelidad significa lealtad a la propia palabra, aun a costa de sí mismo. El hombre fiel es el que: “aun jurando en daño suyo, no por eso cambia” (Sal. 15:4c). En otras palabras, no cancela una cita para cenar
cuando recibe otra invitación que promete un mejor menú o una compañía más agradable. No renuncia al trabajo para ir en un viaje de recreo (a menos que arregle primero un sustituto satisfactorio), vende su casa al precio convenido aunque después alguien le ofrezca 100.000 pesetas más.
Lo esencial de la fidelidad es estar dispuesto a morir antes que renunciar a la propia lealtad a Cristo. Cuando cierto rey mandó a un cristiano fiel que se retractara de su confesión de Cristo, el hombre replicó:
“El corazón lo pensó; la boca lo habló; la mano lo suscribió y si fuera necesario, por la gracia de Dios, la sangre lo sellará”. Cuando a Policarpo le fue ofrecida la vida a cambio de negar al Señor, escogió que lo quemaran en la hoguera y dijo: “Estos ochenta y seis años he servido a mi Señor y nunca me hizo mal alguno. No puedo negar ahora a mi Señor y Amo”.
Los mártires fueron fieles hasta la muerte y recibirán una corona de vida (Ap. 2:10).