La marcha victoriosa de la joven Iglesia de Jerusalén a Roma

Los Hechos de los Apóstoles nos describen la marcha imparable del evangelio desde Jerusalén hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). 
Esta obra lucana nos ofrece testimonios profundos tanto sobre la ardiente y entusiasta actividad misionera como sobre la vida interior, colmada de intensa actividad caritativa, de la Iglesia primitiva. 
Podemos distinguir tres periodos: 
1) el periodo judeo-cristiano, que tiene su centro en Jerusalén (Hch 1,1-9,31); 
2) el periodo que marca el paso del judeo-cristianismo al cristianismo de los paganos convertidos, con Antioquía como centro (Hch 9,32-15,35); 
3) el periodo de la misión de Pablo entre los gentiles (Hch 13-28).



1. La comunidad primitiva de Jerusalén

La Iglesia madre de Jerusalén gozó, desde los orígenes del cristianismo, de una consideración particular. En ella habían actuado los primeros apóstoles que, junto con Pedro y bajo su guía, dirigieron la comunidad, como testigos vivos del Señor. Muchos que habían sido testigos oculares de la actividad, la muerte y resurrección de Jesús, habitaban todavía en la Ciudad Santa y, llenos de entusiasmo, seguían anunciando la buena noticia de la salvación.
En Jerusalén, por primera vez, empezó a formarse un patrimonio lingüístico y conceptual de matriz cristiana y una nueva configuración litúrgica. Aun cuando la joven comunidad tenía conciencia de ser sobre todo el cumplimiento del judaísmo, participaba en la liturgia judía, practicaba las formas de devoción tradicionales y asumió los principios básicos de la organización judía (articulación de la comunidad, gobierno de los ancianos, presbíteros y ministros con mandato permanente). Ahora bien, al mismo tiempo se constituyó con los apóstoles en una comunidad independiente, caracterizada por una liturgia propia que se expresaba en el recuerdo agradecido (ieucharistia) y en la actualización cultual del sacrificio de Cristo, mientras «partían el pan en sus casas, tomando el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46), celebrando de este modo la cena del Señor. Esta comunidad de Jerusalén dejó una impronta decisiva en la vida comunitaria, el ordenamiento, la piedad y la estructura litúrgica de la Iglesia. Hacia el 50 d.C., el llamado «concilio apostólico» tomó también su primera y difícil decisión, que tendría una importancia suprema para el futuro de la joven Iglesia, cuando estableció que los paganos convertidos al cristianismo no estaban obligados a la observancia de la ley judía (Hch 15,6ss.l9).
La organización interna de la comunidad estuvo dirigida, en un primer momento, por todo el colegio de los doce apóstoles, aun cuando se percibe claramente que Pedro tenía un papel de dirección. Pablo señala, junto a Pedro, también a Santiago y Juan como «columnas» de la comunidad (Gal 2,9), pero sólo después de la partida de Pedro de Jerusalén (ca. 43/44; cf. Hch 12,17) ocupó Santiago su lugar. De hecho, la tradición lo señala como primer «obispo» de Jerusalén. En el concilio apostólico encontramos por primera vez a los «presbíteros», pero ya antes se había mencionado a siete diáconos (Hch 6,lss), con Esteban a la cabeza. El orden jerárquico de los ministros aparece, por tanto, completo: el apóstol-obispo, los presbíteros y los diáconos eran los guías autorizados de la comunidad de Jerusalén.
A pesar de la participación en el culto judío y la estricta observancia de la ley judía, que hacía que aparecieran, en un primer momento, casi como una secta judía, los cristianos se separaron pronto del judaismo, porque las características típicamente cristianas de la nueva fe determinaron un contraste insalvable entre los seguidores de Jesús y la sinagoga. El bautismo cristiano, la oración dirigida a Cristo como Kyrios (Señor), la celebración de la eucaristía, la exclusiva comunidad de amor cristiana, que se extendía hasta la entrega de los bienes particulares para la comunidad de los hermanos en la fe (Hch 2,44ss.), suscitaron al principio la desconfianza y el rechazo y, por último, también la hostilidad de los judíos. Se llegó así al conflicto abierto, originado sobre todo por la profesión de fe en Cristo, y que se concretó en dos violentas persecuciones: la primera oleada llevó a la lapidación de Esteban, a la expulsión de Jerusalén de los ju- deo-cristianos helenistas y a la ulterior persecución por parte de Saulo que, más tarde, a las puertas de Damasco, se convirtió a la nueva fe y, con el nombre de Pablo, devino un «instrumento elegido» para la proclamación del mensaje cristiano (EIch 9,15-16). La segunda oleada de persecuciones, desencadenada por el rey Herodes Agripa I (37-44), llevó en 42/43 al martirio del apóstol Santiago el Mayor y al encarcelamiento de Pedro, que se salvó milagrosamente de la prisión gracias a un milagro (Hch 12,lss).
Mientras que la persecución se dirigió sobre todo contra los helenistas, es decir, contra los judíos de la diáspora convertidos al cristianismo, y favoreció la propagación del cristianismo en el mundo, los judeo-cristianos siguieron en Jerusalén, donde trataron de conservar el favor de los judíos mostrándose particularmente fieles al culto judío y al servicio del templo. No obstante, la tregua duró poco y se produjeron nuevos enfrentamientos. En 62/63, el apóstol Santiago el Menor fue lapidado. Según Flavio Josefo (Antiquitates XX, 9,1,4-6), el sumo sacerdote Anán, aprovechando la ausencia del procurador durante la Pascua del año 62, hizo denunciar y condenar al «hermano del Señor», cuya actividad se había visto coronada con el éxito, y a otros cristianos, acusándolos de haber transgredido la ley. Según una antigua tradición (Hegesipo, en Eusebio, Histor. Ecl. II, 23, 12, 10-18), Santiago «fue arrojado desde el pináculo del templo y rematado a golpes con un mazo de batán».
Al comenzar la guerra judía (66-70), los cristianos, recordando la advertencia y la profecía de Jesús sobre la destrucción de Jerusalén (Mt 24,15ss), abandonaron pronto Jerusalén y fueron estigmatizados por los judíos como renegados y apóstatas. El odio creciente llevó, hacia el año 100, a la persecución oficial de los cristianos por parte de la sinagoga. La nueva y última insurrección judía contra los romanos, bajo Bar Kokbá (132-135), infligió a los cristianos que habitaban en Palestina otra cruenta persecución por parte de los judíos. De este modo quedó trazada definitivamente la línea de división entre judíos y cristianos y empezó la funesta enemistad entre ambos que sería tan perjudicial para ambas partes a lo largo de la historia.
Con la destrucción de Jerusalén en el 70 terminó también la particular posición predominante de que había gozado hasta entonces la comunidad jerosolimitana.

2. La comunidad de Antioquía

Antioquía, la primera comunidad de paganos convertidos al cristianismo y centro de la misión cristiana, adquirió desde su origen una posición importante. La llamada «controversia antioquena» (Hch 15; Gal 2,1 lss) favoreció la clarificación de las relaciones de los ju- deo-cristianos con los pagano-cristianos. Lamentablemente, no sabemos mucho sobre la estructura interna de la comunidad y, por tanto, no podemos decir hasta qué punto fue determinante para el posterior desarrollo de las numerosas comunidades que Pablo, partiendo desde Antioquía, había fundado en los tres grandes viajes de misión. Es evidente que la comunidad de Antioquía estaba compuesta mayoritariamente por miembros de origen no judío, hasta tal punto que ya no aparece como una secta judía, sino que fue caracterizada por primera vez como una comunidad religiosa independiente de «cristianos» (Hch 11,26).
Fue sobre todo Pablo quien difundió el cristianismo en el mundo, transplantándolo desde la tierra madre judeo-palestinense y desde Antioquía, un centro de la cultura grecorromana del helenismo. Después de su conversión, el apóstol estuvo retirado durante tres años en el desierto de Arabia con el fin de prepararse para la misión apostólica, y después, invitado por Bernabé, se dirigió a Antioquía. Con él, «bajo el impulso del Espíritu Santo» (Hch 13,4), emprendió el primer viaje misionero, que lo condujo a Chipre y Asia Menor (Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe: cf. Hch 13-14). En el segundo viaje misionero (hacia 49/50-52), Pablo se dirigió, más allá de Asia Menor, hacia Europa, donde fundó las comunidades de Filipos, Tesalónica, Atenas y Corinto (Hch 15,26-18,22). El tercer viaje misionero (hacia 53-58) lo llevó, en cambio, a través de Galacia y Frigia, a Éfeso y, desde esta ciudad, hacia Grecia y después de nuevo a Tróade, Mileto, Cesárea y Jerusalén, donde terminó (en el 58), porque fue hecho prisionero por primera vez (Hch 18, 23-21,27). Durante este tiempo escribió las Cartas a los Corintios, a los Romanos, a los Gálatas y otras. Ya desde entonces Pablo miraba hacia Roma y Occidente (España).

3. Los inicios de la comunidad romana

La comunidad romana era ya bastante floreciente cuando Pablo, en el invierno del 57/58, le envió desde Corinto su carta (cf. Rm 1,8). Algunos años antes (en el 50), según lo que refiere el biógrafo de los emperadores, Suetonio (Vita Claudii 15,4), se habían producido entre los judíos romanos tumultos por causa de Cristo («Judaeos im- pulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit») y Pablo, durante su segundo viaje misionero a Corinto, conoció a dos de estos cristianos expulsados de la ciudad, los cónyuges Áquila y Priscila (Hch 18,2). Ciertamente de ellos recibió información más precisa sobre los cristianos romanos y ya entonces, probablemente, decidió emprender un viaje hacia Roma. Sabemos, además, que algunos romanos estaban presentes también en la primera fiesta de Pentecostés en Jerusalén (Hch 2,10). Por eso, no es imposible que ya desde los primeros tiempos existiera una comunidad cristiana en Roma. Ahora bien, ¿quién la había fundado?
La tradición más antigua de la comunidad romana atribuía su fundación directamente a Pedro. ¿Es posible que Pedro, en 42/43, después de huir de Jerusalén, ciudad desde donde marchó «a otro lugar» (Hch 12,17), llegara inmediatamente a Roma? Esta hipótesis es bastante probable, aun cuando sabemos que en el 50 estaba de nuevo presente en Jerusalén con motivo del concilio apostólico. El hecho de que no estuviera en Roma cuando Pablo escribió su Carta a los Romanos (57/58 d.C.), o cuando éste fue hecho prisionero en la misma ciudad, no puede ser empleado como un argumento para probar que Pedro no estuvo nunca en Roma, porque se sabe que todos los apóstoles, impulsados por su celo misionero, viajaron mucho y, por ello, nada impide pensar que también Pedro continuó sus viajes, después de haber fundado la comunidad romana. La noticia de sus veinticinco años de estancia en Roma, que se nos transmite desde el siglo IV (Eusebio y Catalogas Liberianus), no parece muy fidedigna y, por lo demás, no es necesario interpretarla como si afirmara que Pedro había residido ininterrumpidamente en Roma durante veinticinco años. En cambio, es de todo punto cierto que Pedro estuvo en Roma: lo atestiguan la Primera Carta de Pedro, escrita en Roma en 63/64 (1 P 5,13), y su martirio, que tuvo lugar durante la persecución de Nerón contra los cristianos, probablemente en julio del 64. Las recientes excavaciones bajo la basílica de San Pedro despejan todas las dudas sobre el hecho de que el cuerpo de Pedro fue sepultado en Roma. Aunque su tumba no ha sido identificada aún con exactitud y será difícil precisar cuál es entre las numerosas tumbas superpuestas, tenemos sin duda testimonios inequívocos de que Pedro fue sepultado justamente en ese lugar. El martirio del apóstol en Roma, que la tradición nos ha transmitido unánimemente desde tiempos muy antiguos, debe ser, por tanto, considerado como un hecho histórico seguro.
La tradición indica que Pedro es el fundador de la Iglesia de Roma a través de una ininterrumpida serie de testimonios, que van de la Primera carta de Clemente (ca. 96), pasando por la Carta a los Romanos de Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, Ireneo de Lyon (.Adversas Haereses III, 1, 1; 3, 2), Dionisio de Corinto (cf. Eusebio, Hist. Ecle. II, 25, 8) y el presbítero romano Gayo (cf. Eusebio, Hist. Ecle. 11,25,7), hasta Tertuliano (De praescriptione haereticorum, 32; Adversus Marcionem IV, 5) y otros muchos. Junto con Pablo, con quien fue martirizado durante la persecución de Nerón, el nombre de Pedro está siempre en el primer lugar de todas las listas de los obispos romanos, como apóstol fundador. Los obispos romanos deben su posición particular y su importancia en la Iglesia universal precisamente a este origen directo en Pedro; ellos eran perfectamente conscientes de su supremacía y su significado para la Iglesia universal, reconocido siempre por todas las demás Iglesias. Sobre este origen estaba fundada la seguridad y la absoluta fiabilidad de la tradición apostólica en la Iglesia romana, la cual, a través de la cadena de los sucesores de Pedro, se mantuvo siempre inalterada en el episcopado romano y garantizó la pureza de la doctrina cristiana.
Los sucesores de Pedro fueron Lino, Anacleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto, Telesforo, Higinio, Pío, Aniceto, Sotero, Eleu- lerio, etc. En efecto, éste es el orden presente en la lista de la sucesión romana a la cátedra de Pedro que ya Hegesipo había encontrado en Roma, hacia el 160, cuando acudió allí precisamente para documentarse sobre la auténtica y verdadera doctrina de Cristo y de los apóstoles con el fin de hacer frente a las doctrinas heréticas del gnosticismo. También Ireneo pudo verificar este orden cuando, en el 180, acudió a Roma para encontrar allí las fuentes más seguras de la verdad cristiana. Hay que decir, no obstante, que ambos manifestaron en esta búsqueda de los obispos romanos más interés dogmático que una necesidad de información histórico-cronológica: en efecto, lo que los había llevado a Roma había sido la búsqueda de una verdad de fe auténtica e íntegra. En tiempos como aquellos, en los que escaseaban las fuentes escritas, la genuina tradición oral tenía la máxima importancia. Por eso, cuando era posible basarse en testimonios fiables y demostrar al mismo tiempo una cadena ininterrumpida de transmisión, que permitía remontarse hasta el mismo Maestro, de este modo se garantizaba la autenticidad de la doctrina. Este empeño se encuentra, por lo demás, también en el mundo no cristiano: en el judaismo (cf. las genealogías del Antiguo Testamento: Gn 5; 11, lOss; 1 Cr 1,9), en las escuelas filosóficas griegas, y en las escuelas teológicas islámicas. En estas listas no era tan importante poder establecer precisos términos cronológicos, ya que la misma sucesión de los nombres poseía un carácter dinámico y ofrecía, de por sí, garantía de fe y seguridad doctrinal.
No debe, por tanto, suscitar asombro el hecho de que, en la lista más antigua de los obispos romanos, no estuviese incluida ninguna fecha. El interés histórico se despertó mucho más tarde y es significativo que fuera precisamente un historiador el primero que trató de establecer una cronología. Eusebio de Cesárea (t 339), el «padre de la historia eclesiástica», intentó fijar, en los diez libros de su Historia ecclesiastica, o Historia de la Iglesia, escrita a principios del siglo IY, las fechas del comienzo del pontificado de cada uno de los veintiocho papas que habían vivido hasta entonces, en sincronía con los emperadores romanos. El mismo Eusebio es también el primer escritor en cuya obra encontramos la información según la cual Pedro fue obispo de Roma durante 25 años. Llegó a esta conclusión calculando que desde la huida de Pedro de Jerusalén (en el 42) hasta su muerte en Roma, que él sitúa en el 67, habían transcurrido justamente 25 años.
El Catalogas Liberianus adoptó después el mismo método de Eusebio, continuando la lista de los pontífices del 336 al 354 y tratando de perfeccionar la obra de su predecesor desde un punto de vista esquemático, es decir, añadiendo de vez en cuando el día y el mes del inicio de cada pontificado. Huelga decir que sus informaciones no poseen ningún valor histórico, aun cuando es posible obtener, con la ayuda de los resultados ofrecidos por la investigación histérico-crítica, algunos puntos de apoyo para poder establecer los tiempos de gobierno de cada uno de los pontífices. Así, la lista más antigua se podría compilar de este modo: Pedro (¿+ 64?), Lino (¿64-79?), Anacleto (¿79-90/92?), Clemente I (¿90/92-101?), Evaristo (¿101-107?), Alejandro I (¿107-116?), Sixto I (¿116-125?), Telesforo (¿125-138?), Higinio (¿136/138-140/142?), Pío I (¿140/142-154/155?), Aniceto (¿154/155-166?), Sotero (¿166-174?), Eleuterio (¿174-189?), Víctor I (¿189-198?), Ceferino (¿198-217?). A partir de aquí la cronología comienza a ser más segura.