La Iglesia primitiva y la edad apostólica

Ninguna otra época ha tenido una importancia tan determinante para el sucesivo desarrollo histórico como aquella en la que tuvieron lugar la fundación y la constitución de la Iglesia en la primera hora de la «edad apostólica».

1. La comunidad de los discípulos después de la ascensión de Jesús


Después de la ascensión de Jesús al cielo, la comunidad de los discípulos se encontró de pronto frente a una situación totalmente nueva. Si bien es cierto que el Señor, al despedirse de sus discípulos, les impartió un inequívoco envío misionero (Mt 28,18; Me 16,15), que tenía como contenido la prosecución del anuncio de la salvación y la proclamación de la buena noticia de su reinado escatológico, también es verdad que, al parecer, no les dejó directivas precisas sobre el modo de realizar concretamente la vida en común ni sobre las formas que debería asumir la organización de la comunidad. Las opiniones de los exegetas a este respecto son bastante discordantes. Algunos teólogos se inclinan más bien a considerar que hay un contraste entre lo que Cristo quiso verdaderamente y lo que se realizó en concreto; pero en relación con esto conviene llamar la atención sobre el hecho de que los apóstoles y los primeros discípulos, que fueron testigos oculares y auditivos de su predicación, supieron ciertamente interpretar la voluntad de Jesús mejor que los estudiosos contemporáneos, nacidos casi dos mil años después.
Es evidente, por otro lado, que la Escritura por sí sola (el principio del sola Scriptura) no es suficiente para explicar lo que sucedió, y que también la tradición apostólica del cristianismo primitivo debe ser tenida en cuenta como factor condicionante. En efecto, Cristo no proclamó su voluntad en normas y órdenes abstractas, sino que la transmitió a sus apóstoles como un mandato vivo; y los discípulos que, después de la imprevista ascensión del Maestro, se encontraron frente a la misión inmensamente difícil de tener que proseguir la obra de Jesús, actuaron ciertamente como auténticos intérpretes de su voluntad cuando confirieron a la vida en comunidad una sólida ordenación y a la Iglesia una estructura jerárquica. Jerarquía (en griego, hiera arché+ = «origen sagrado, poder sagrado») significa que esta ordenación es de origen sagrado, porque la estableció Cristo mismo para la Iglesia.
Que los apóstoles pudieran haberse equivocado es imposible. Según la convicción de fe de la Iglesia, los «doce» eran los depositarios de la revelación divina, que habían recibido directamente de Cristo. Cuando transmitieron, en su anuncio vivo de la fe, el patrimonio de la revelación recibida del Señor, estaban inspirados por el Espíritu Santo, y esta transmisión no tuvo lugar sólo a través de predicaciones orales o palabras escritas (la Sagrada Escritura), sino también en múltiples disposiciones prácticas, tanto en el ámbito cultual como en el disciplinar e institucional. Dado que Cristo no dejó ningún escrito, todo lo que los doce apóstoles nos transmitieron acerca de él, oralmente o por escrito, personalmente o a través de sus discípulos directos, es esencial para el cristianismo, pues contiene la revelación central del designio divino de salvación para la humanidad. Desde entonces, nada nuevo se ha añadido ni podrá ser añadido jamás. Toda la revelación del misterio divino de salvación se encuentra contenida y realizada en la tradición apostólica. El criterio para establecer la autenticidad de una doctrina de fe ha sido y sigue siendo el hecho de que su presencia se pueda demostrar ya en la traditio apostólica. Ésta se ha depositado en la doctrina, el culto y la vida de la Iglesia primitiva, y en las Escrituras canónicas e inspiradas del Nuevo Testamento, las cuales se remontan a este tiempo apostólico.
A decir verdad, no es siempre fácil establecer lo que pertenece directamente al patrimonio de la revelación divina, en este conjunto de conceptos del cristianismo primitivo y apostólico, y lo que, en cambio, fue añadido por la posterior reflexión teológica de las primeras comunidades cristianas. De hecho, es posible reconocer claramente que los contenidos de la revelación, ya desde la primera generación cristiana, no se conservaron de un modo estéril, sino que fúeron meditados y transmitidos con una comprensión autónoma. De modo que muy pronto se realizó una profundización teológica de las verdades reveladas, sobre todo en lo que se refería directamente a la persona humano-divina de Jesús y su obra salvífica, profundización a la que se suele denominar «teología de la comunidad» de la Iglesia primitiva. Hoy constatamos con asombro que esta primera hora cristiana fue una de las épocas más creativas desde el punto de vista teológico en la historia de la Iglesia. La reflexión teológica a la que dio origen se depositó en la Sagrada Escritura y en la tradición, y exegetas e historiadores se esfuerzan hoy conjuntamente por precisar los componentes esenciales, para poder distinguirla del patrimonio genuino de la revelación divina. No obstante, la decisión última sobre lo que fue y es el contenido esencial de la fe corresponde al magisterio eclesiástico.
El tiempo apostólico fue, desde el punto de vista cronológico, el más cercano al tiempo de la revelación y ello explica por qué el cristianismo vive desde siempre convencido de que su ser o no ser dependen de la conservación de la traditio apostólica. No obstante, esta relación de dependencia no puede consistir en atenerse rígidamente a las formas de pensamiento y de vida del cristianismo primitivo, ni en el imposible intento de repetirlas, sino que, por el contrario, debe tener en consideración el principio de la tradición viva, oral o escrita, y de la ley del desarrollo orgánico. Un mero tradicionalismo nada creativo sería estéril y no correspondería al principio espiritual y orgánico que caracteriza la vida de la Iglesia. Si bien es cierto que el llamamiento a la reforma se ha manifestado en todas las épocas de la historia de la Iglesia y seguirá manifestándose también en el futuro, también es verdad que esta reforma, para que se realice de un modo justo, no puede consistir en un retorno ingenuo a las formas de vida cristiana primitiva, como han creído siempre los espiritualistas, los sectarios y los herejes, negando así la ley de la evolución histórica y del desarrollo orgánico de todas las cosas vivas, sino únicamente en la realización progresiva del mandato originario que la Iglesia recibió de Cristo desde el principio. Reforma significa, por tanto, meditar y realizar lo que Cristo encomendó a la Iglesia como un programa que se ha de realizar rigurosamente. La Iglesia primitiva observó el divino mandato de un modo y con una pureza tan singulares que por ello asumen un cierto carácter normativo y ejemplar que, sin embargo, no excluye la realidad de un ulterior e igualmente importante desarrollo histórico. En este sentido más profundo, la Iglesia católica, a pesar de su difusión universal y grandioso desarrollo interno, puede gloriarse hoy, después de casi dos mil años, de ser aún absolutamente una e idéntica a la Iglesia del tiempo originario de los apóstoles.
La delimitación cronológica de este periodo de la revelación apostólica presenta, no obstante, algunas dificultades. Generalmente se cuenta a partir de la ascensión de Jesús «hasta la muerte del último de los (doce) apóstoles», pero no debemos atenernos con demasiada rigidez a este término desde un punto de vista estrictamente formal y jurídico. En sentido amplio podemos afirmar que fue el tiempo de la primera y la segunda (!) generación cristiana, que alcanza hasta la muerte de los últimos y directos testigos del Señor resucitado, que transmitieron su verdad revelada. Así, por ejemplo, la Carta a los Hebreos, escrito inspirado y canónico del Nuevo Testamento, habría sido redactada, según el parecer de muchos exegetas, por un desconocido sabio cristiano alejandrino, perteneciente a la segunda generación.
Nuestras fuentes para el conocimiento de la vida eclesial de este tiempo son ante todo los escritos neotestamentarios, especialmente los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de Pablo. Con todo, disponemos también de otros testimonios como, por ejemplo, los escritos de los Padres apostólicos, que en parte se remontan también a este primer periodo de la historia cristiana (Didajé, Primera carta de Clemente) y poseemos también informaciones de segunda mano sobre la situación de la Iglesia primitiva.

2. ¿Qué imagen de la Iglesia muestra esta primera edad apostólica?

Los Hechos de los apóstoles y las cartas de Pablo nos permiten entender claramente que, desde el principio, el «ministerio» espiritual fue considerado en la Iglesia primitiva como un elemento esencial, constitutivo del ordenamiento mismo de la comunidad. Nunca existió una pura constitución carismática que se basara sobre una libra acción espiritual y que careciera de ministerios, de un ordenamiento jurídico y de un patrimonio de fe concreto. En efecto, esta tesis es absolutamente incompatible con el concepto paulino de Iglesia. Esto vale tanto para las comunidades locales como para todo el conjunto de la Iglesia. Y así como los primeros apóstoles recibieron su misión para proclamar el mensaje del Nuevo Testamento oficialmente, es decir, directamente de Jesucristo (Me 3,13ss; Mt 10,lss; Le 6,12ss), también impusieron las manos para la ordenación ministerial de sus colaboradores y sucesores. En ningún lugar aparecen las primeras comunidades cristianas constituidas de modo uniforme, sino que se presentan, en cambio, como comunidades articuladas y edificadas según el principio de la unidad cabeza-cuerpo. Los ministros son llamados y ordenados para representar al Señor invisible y para proseguir en su nombre la obra de la redención, con la palabra y el sacramento. Sólo ellos ejercen las funciones directivas ministeriales, ya sea como apóstoles, profetas o evangelistas, al servicio de la Iglesia universal, o como obispos, presbíteros, diáconos, doctores y pastores al servicio de cada una de las comunidades (1 Cor 12,28; Flp 1,1; 1 Tm 3,2ss). Por todas partes reina el principio de la sucesión ministerial, que deriva directamente de Cristo y de los apóstoles (successio apostólica), según los grados de una precisa jerarquía.
El ministerio no se opone al carisma, que era conferido por Dios para el ejercicio de servicios particulares. Con frecuencia encontramos ministros que eran al mismo tiempo carismáticos (2 Cor 8,23; Tt; Flp 2,25; Rm 16,1; Gal 1,19; 1 Cor 15,7) y, viceversa, carismáticos a quienes se había confiado la dirección de una comunidad. Pablo mismo, por lo demás, era al mismo tiempo carismático y pneumático, porque, como buen ministro práctico y racional, sabía que las comunidades que había fundado recientemente necesitaban una dirección pastoral atenta, realista y enérgica. En el gobierno normal de la Iglesia, los carismas estuvieron, por tanto, subordinados siempre al ministerio. Con el paso del tiempo, la dirección de las comunidades se concentró cada vez más en manos de los obispos y los diáconos. Los obispos provenían del colegio de los presbíteros, en el que desarrollaban funciones directivas como jefes e inspectores (episkopos). En algunas comunidades locales encontramos, en la primera hora, varios obispos-presbíteros; pero después, y no más tarde del siglo II, el episcopado monárquico se difundió por todas partes. En esta tendencia hacia el vértice monárquico que se manifestó pronto en las comunidades particulares se ha visto con razón el nacimiento del principio del primado, que se expresará más tarde en la Iglesia universal (Heinrich Schlier, f 1978).
A la altísima conciencia de fe de la Iglesia primitiva y a sus misiones particulares correspondió adecuadamente el grupo de los puros carismáticos, de los que se habla con frecuencia. Su función consistía en atender a la edificación de la comunidad y estaban a disposición de ésta para servicios particulares, pero no tenían responsabilidades de gobierno. Tenemos también noticias ocasionales de tensiones serias que, de vez en cuando, se producían en las comunidades entre los carismáticos y los ministros (1 Cor 1; Ap 14,1-2), pero que, al final, se superaron siempre con espíritu de amor. Los dones carismáticos pasaron a un segundo plano, pero sin desaparecer nunca del todo en la Iglesia.