A la sorprendentemente rápida difusión del cristianismo, que ya de por sí es un misterio de la gracia, contribuyeron muchos factores. Los Hechos de los Apóstoles atestiguan la gran importancia que tuvo, desde el principio, el judaismo de la diáspora como primer mediador del anuncio cristiano. En todas partes se dirigió Pablo en primer lugar a las comunidades judías, que estaban muy extendidas por todo el imperio romano. Su voz encontró un eco particularmente amplio sobre todo en los «paganos temerosos de Dios», es decir, en aquellos grupos que estaban estrechamente ligados al judaismo, aunque no pertenecían a él; gracias a este puente, el evangelio pudo llegar pronto a los gentiles.
Aunque los otros apóstoles se unieron a Pablo en la obra misionera, lamentablemente no sabemos nada seguro acerca de su actividad; lo que sobre ella nos narran leyendas más tardías carece de valor. En cambio, se puede afirmar que sin su intenso trabajo misionero resulta inexplicable el hecho de que ya en el siglo II el cristianismo se hubiese difundido ampliamente en todos los países de la cuenca del Mediterráneo, y que hubiera penetrado incluso en regiones muy lejanas del imperio romano. Junto a los primeros apóstoles debieron existir, por tanto, desde el primer momento, misioneros, es decir, apóstoles en sentido más amplio. No obstante, éstos no pueden ser considerados los únicos representantes de la misión cristiana. De hecho, todos los cristianos actuaron en el mundo que los rodeaba y anunciaron el evangelio de Jesucristo. Así, la buena noticia de la salvación viajó por los caminos del imperio romano con los comerciantes, los soldados y los predicadores. Las primeras comunidades surgieron en los grandes centros de comunicación, en las ciudades y, gracias a la protección de la pax romana, establecida en el imperio entero, el cristianismo pudo arraigarse ya a finales del siglo II en todo el mundo civilizado, en la «ecúmene».
El principal centro de difusión fue Oriente. En Bitinia, Asia Menor, tenemos el testimonio, nada sospechoso, del gobernador Minio el Joven, senador y cónsul romano (en el año 100) que, nombrado gobernador imperial (110-112) en Bitinia y el Ponto, encontró, ya en el 112, un número tan elevado de cristianos que se vio obligado a preguntar al emperador Trajano cómo había de comportarse con ellos. Éstas son sus palabras:
«El asunto me parece digno de tus reflexiones, por la multitud de los que han sido acusados; porque diariamente se verán envueltas en estas acusaciones multitud de personas de toda edad, clase y sexo. El contagio de esta superstición [= el cristianismo] no solamente ha infectado las ciudades, sino también las aldeas y los campos. Creo, sin embargo, que se puede poner remedio y detenerlo. Lo cierto es que los templos, que estaban casi desiertos, empiezan a ser frecuentados de nuevo y se celebran sacrificios solemnes. Por todas partes se venden víctimas, que antes tenían pocos compradores. Y de ello resulta fácil deducir a cuántos se les puede separar de su extravío si se les ofrece la posibilidad de arrepentirse» (Plinio, Carta 96).
Si hasta las regiones situadas en torno al mar Negro presentaban ya esta imagen, no sorprenderá que en las provincias occidentales de Asia Menor y Siria no existiera, a finales del siglo I, ninguna ciudad importante en la que no se hubiera asentado ya una comunidad cristiana. La mayoría de estas comunidades habían sido fundadas por los apóstoles (sobre todo, por Pablo). En el siglo II existían ya ciudades cuya población era predominantemente cristiana, y también en las zonas rurales arraigó posteriormente la nueva fe. Sólo así resulta comprensible que, en la segunda mitad de este siglo, se hubiera podido desarrollar en Frigia el montañismo como un movimiento popular y que se hubiera difundido por todo el país. Por lo demás, parece que ya antes del final de las persecuciones, a finales del siglo III, había ciudades totalmente cristianas, hasta tal punto que ni siquiera la terrible persecución de Diocleciano pudo extirpar su fe.
Desde Asia Menor y Siria el cristianismo se propagó al país de los dos ríos. Edessa llegó a ser el centro misionero más importante y, una vez que el rey Abgaro de Edessa se convirtió con su familia al cristianismo en el 200, la posterior cristianización del país se desarrolló rápidamente. En Dura Europos, junto al curso superior del Eufrates, se ha encontrado la capilla doméstica cristiana más antigua: un espacio destinado al culto y adornado con abundantes frescos de contenido bíblico, que los arqueólogos datan hacia el 232.
Faltan, en cambio, las fuentes sobre los inicios del cristianismo en Egipto. Pero todo hace pensar que la misión cristiana penetró pronto en esta región. Alejandría fue ciertamente su centro de difusión y pronto se convirtió también en el centro espiritual más importante, gracias sobre todo a su célebre escuela teológica. Sabemos que el obispo Demetrio de Alejandría (188-231) pudo llevar a término la organización de la Iglesia egipcia y que pronto surgieron unas cien sedes episcopales; estos datos permiten deducir que la cristianización del país se estaba realizando velozmente.
En Occidente, Roma era el centro eclesiástico. Hacia mediados del siglo III, el papa Fabián estableció una nueva organización de la comunidad urbana, que nos permite calcular que sus miembros eran varias decenas de miles. Es sabido que la notable dimensión de la comunidad cristiana de Roma le pareció al emperador Dedo (249-251) tan amenazadora que, se dice, habría acogido con mayor tranquilidad y serenidad la noticia de la rebelión de un adversario imperial, que la información acerca de la elección de un nuevo obispo de Roma (Cipriano, Epistula 55, 9). A pesar de todos los sufrimientos padecidos durante las persecuciones, la comunidad romana siguió desarrollándose vigorosamente. Eusebio narra que, en el 251, se reunieron en un sínodo celebrado en Roma alrededor de sesenta obispos italianos para condenar al antiobispo Novaciano (Eusebio, Hist. Ecle. VI, 42, 2).
También en el norte de África, en el siglo II, el cristianismo había echado profundas raíces. La primera noticia segura que poseemos proviene del relato sobre el martirio de Scillium, en Numidia, acaecido en el 180 d.C. De los escritos de Tertuliano (t después del 220 en Cartago) se deduce que el número de los cristianos presentes en el norte de África en el 212 debía ser muy elevado (Tertuliano, Ad Scapulam 2,5). Hacia el 220, el obispo Agripino de Cartago pudo reunir en un sínodo a más de setenta obispos; veinte años más tarde eran ya noventa y parece que hacia finales del siglo III la mayoría de las ciudades estaban cristianizadas.
En la Galia es probable que Marsella tuviera desde el siglo I una comunidad cristiana. En el siglo II, las comunidades de Lyon y Vienne, en el valle del Ródano, adquirieron gran importancia. En el año 177, 49 cristianos sufrieron el martirio en Lyon. El número de comunidades creció en toda la Galia a lo largo del siglo III. Según Ircneo de Lyon, ya en su tiempo existían en la Germania romana también comunidades cristianas. Hallazgos arqueológicos han revelado la existencia de lugares de culto cristianos que se remontan al siglo III en Tréveris, Colonia, Bonn y, en el sur de Alemania, Augsburgo. En realidad, el cristianismo echó raíces en las ciudades de la Germania romana en el siglo IV. Materno, obispo de Colonia, participó probablemente en el sínodo romano del 313 y un año después acudió a Arlés, donde colaboró en la redacción de las Actas sinodales. También en Arlés, en el 314, estuvieron presentes tres obispos británicos.
Fuera de los límites del imperio romano, en el 226 existían alrededor de veinte obispados en la región del Tigris. La mayor parte de Armenia fue cristianizada bajo el reinado de Tirídates II, hacia el 280, y hacia finales del siglo III se podía decir que era un país cristiano. Aun cuando no se puede demostrar con certeza, es posible que el apóstol Tomás fuera el primero en predicar el evangelio en la India. Pero parece más probable que la fe cristiana fuera llevada a este país más tarde, desde Persia, de tal modo que el nombre de «cristianos de Tomás» no tendría su origen en el apóstol Tomás, sino en Mar Tomás y, por tanto, se remontaría sólo al siglo VIII.
Este panorama, ciertamente imponente, no debe, sin embargo, inducirnos a exagerar el número de los cristianos de aquel tiempo. No es posible disponer de datos estadísticos. Sólo existen intentos de valoración, totalmente aproximativos, y, por tanto, bastante discutibles. Ludwig von Hertling, que realizó este cómputo, tanto para Occidente como para Oriente (cf. ZKTh 58 [1934] y 62 [1938]), obtuvo los resultados que resumimos a continuación: en Occidente existían, alrededor del año 100, únicamente unos pocos miles de cristianos; sin embargo, hacia el 200 eran muchas decenas de miles; un siglo más tarde ascendían a casi dos millones y hacia el 400 alcanzaron posiblemente la cifra de 4-6 millones. En Oriente no es posible ni siquiera formular vagas suposiciones relativas a los tres primeros siglos; alrededor del 300 los cristianos podían ascender a unos 5-6 millones; en torno al 400 eran tal vez 10-12 millones. Así pues, Oriente estuvo mucho más cristianizado que Occidente. Si se valoran estos datos sobre el trasfondo de toda la población del imperio romano, que en el año 200 comprendía unos 70 millones de habitantes, pero que en el 300 había descendido a sólo 50 millones, se deduce que los cristianos no constituían más que una pequeña minoría. Las zonas rurales, sobre todo, siguieron siendo paganas (de pa- gus; pagani = habitantes de los pueblos, del campo) durante mucho tiempo.
