La tentaciòn

“Esaú... por una sola comida vendió su primogenitura”
(Heb_12:16).
Ocurre con frecuencia que los hombres cambian los verdaderos valores de la vida por una gratificación momentánea de los apetitos físicos.
Esto es lo que hizo Esaú. Venía de regreso del campo, cansado y hambriento. En aquel momento Jacob cocinaba un guiso rojo. Cuando Esaú le pidió un plato de aquel delicioso potaje, Jacob le dijo: “Sí, pero a cambio véndeme hoy tu primogenitura”.
La primogenitura era un valioso privilegio que pertenecía al hijo mayor de una familia. Era valioso porque le daba el privilegio de llegar a ser el jefe indiscutible de la familia o tribu y el derecho a una doble porción de la herencia.
Pero en ese momento, Esaú consideró que su primogenitura no tenía valor. ¿En qué puede beneficiarle una primogenitura, pensó, a un hombre muerto de hambre como yo? Su hambre parecía tan agobiante que estuvo dispuesto a dar cualquier cosa para satisfacerla. Para calmar su apetito momentáneo estuvo dispuesto a entregar algo que era de valor imperecedero. ¡Y sin más realizó el terrible negocio!
Un drama similar vuelve a presentarse casi todos los días. Por ejemplo, he aquí un hombre que ha mantenido un buen testimonio durante muchos años. Tiene el amor de una buena familia y el respeto de sus compañeros cristianos. Cuando habla, sus palabras tienen autoridad espiritual, y su servicio tiene la bendición de Dios. Es un creyente modelo.
Pero entonces surge un momento de fiera pasión. Parece como si el fuego de la tentación sexual lo consumiera. De pronto nada parece más importante que la satisfacción de este impulso físico. Está decidido a sacrificarlo todo por esa unión ilícita así que se abandona al poder del deseo.
¡Y de esta forma da el salto descabellado! Por aquel momento fugaz de pasión, cambia el honor de Dios, su propio testimonio, la estima de su familia, el respeto de sus amigos y el poder de un auténtico carácter cristiano. Como Alexander Maclaren decía, “Se abandona a sus deseos dando la espalda a la justicia; desprecia los goces de la comunión divina; oscurece su alma; termina su prosperidad; cae sobre su cabeza una catarata de calamidades por el resto de los años que le quedan y hace de su nombre y su religión un blanco para las burlas crueles de las generaciones sucesivas de mofadores”.
En las clásicas palabras de la Escritura, vende su primogenitura por un plato de lentejas.