Catolicismo: postura hacia los divorciados vueltos a casar

La mayor misericordia con una persona es la que se refiere a la salvaguarda de su alma llamada a la vida eterna.
Si el divorciado vuelto a casar es consciente de que su conducta le hace perder la gracia santificante, la amistad con Dios, al vivir en adulterio, que es pecado grave, entonces ya por sí mismo, sin necesidad de que nadie se lo imponga, se abstendrá de los sacramentos, en particular de la Eucaristía que requiere tener el alma libre de pecado mortal. En otro caso cometería un pecado aún más grave: un sacrilegio, que le distanciaría aún más de la amistad con Dios y de su eterna salvación.
Las voces que reclaman, como si de un derecho se tratase, que los divorciados que viven de forma irregular puedan acceder a la Eucaristía no saben lo que se dicen, ya que incitan a estas personas, que aún no están arrepentidas, también con obras, de su situación de pecado grave y público a cometer sacrilegios, pecado más terrible que el propio adulterio.
Por otra parte, entre los que incitan o propagan la especie de que el divorciado debería ser admitido al santo convite, mientras no se propone todavía dejar su relación adúltera, figuran los que sólo se preocupan de dañar a la Iglesia y, sabiéndolo o no, a las almas. Personas que sin tener fe se inmiscuyen en la vida de la Iglesia, propalando que se cercenan supuestos derechos de los divorciados sin tener ni remotamente presente que se les quiere otorgar el “derecho” a pecar más gravemente, a dañar más la vida de su alma y poner en mayor riesgo su eterna salvación: se les quiere conceder el derecho a condenarse. Lo que usan con estos divorciados, en vez de ser misericordia, es la mayor crueldad, la más terrible impiedad.
Por eso la Iglesia, como verdadera madre, centra su atención a los divorciados en cultivar semillas de conversión y cambio de vida. En cultivar su espíritu para que, pronto o tarde, salgan de la situación de pecado objetivo y puedan reintegrarse a la plena comunión en la Iglesia.
Así, lejos de abandonar a los divorciados con vida irregular a su propia suerte, el Catecismo (nº 1651) llama a que a estos hermanos nuestros se les ayude a cultivar la fe que conservan, a educar cristianamente a sus hijos y a que puedan participar, excluida la Eucaristía, en la santa Misa, a animarles a la oración, a obras de caridad y de justicia, a hacer obras de penitencia “para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios”.
El Catecismo, de todas maneras, no oculta la doctrina que aparece en el Evangelio (véase Catecismo nº 1650) sobre este tema: Y así reafirma: “La Iglesia mantiene por fidelidad a la palabra de Jesucristo (“Quien repudie a su mujer y se case con otra comete adulterio...”, que no puede reconocer como válida esta nueva unión (tras el divorcio), si era válido el primer matrimonio” Y prosigue:
“Si los divorciados se vuelven a casar civilmente se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística, mientras persista esta situación. La reconciliación mediante el sacramento de la Penitencia no puede ser concedida más que a aquéllos que se arrepienten de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia”.
El punto esencial es que un verdadero arrepentimiento, el mayor bien para un pecador, sólo se da en este caso si existe compromiso firme de vivir “en total continencia”. Y la verdadera misericordia para estos hermanos es preparar el terreno para tal sincero arrepentimiento.
Algunas instancias eclesiásticas (creo que italianas) habrían recogido el caso límite de personas divorciadas que se comprometen a vivir en continencia, y por tanto se arrepienten verdaderamente, pero por causas graves no pueden dejar de cohabitar con su pareja irregular (por ejemplo, por enfermedad seria de uno de la pareja), en cuyo caso podría entenderse que incluso sin dejar de cohabitar podrían recibir la santa Eucaristía, aunque para evitar el escándalo lo hicieran en una iglesia alejada.
Esta posibilidad puede existir, aunque no deja de ser difícil para el común de los hombres y mujeres cohabitar y practicar la continencia, y por ello cabe que se pueda producir escándalo (como recoge la propia nota eclesiástica).
Realicemos una última observación sobre el divorcio del cónyuge inocente, que se mantiene fiel al carisma del matrimonio válido y no desea cohabitar con otra pareja, pero que por razones de seguridad jurídica de ella y sus descendientes se ha divorciado civilmente, cosa que, como recoge el Catecismo (véase números 2383 y 2386), puede hacer sin falta moral.
En tal caso este cónyuge inocente puede lógicamente participar plenamente en la Eucaristía, ya que no existe en él o ella pecado de adulterio, sino que más bien es una víctima, no pocas veces heroica, del abandono de su esposa o esposo.
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