Pablo llamado por Dios

Queridos hermanos en Cristo, quiero que les quede claro que nadie en este mundo inventó la buena noticia que yo les he anunciado. No me la contó ni me la enseñó cualquier ser humano, sino que fue Jesucristo mismo quien me la enseñó. Ustedes ya saben cómo era yo cuando pertenecía a la religión judía.

Saben también con qué violencia hacía yo sufrir a los miembros de las iglesias de Dios, y cómo hice todo lo posible por destruirlos. Cumplí con la religión judía mejor que muchos de los judíos de mi edad, y me dediqué más que ellos a cumplir las enseñanzas recibidas de mis antepasados.

Pero Dios me amó mucho y, desde antes de nacer, me eligió para servirle. Además, me mostró quién era su Hijo, para que yo les anunciara a todos los países del mundo la buena noticia acerca de él. Cuando eso sucedió, no le pedí consejo a nadie, ni fui a Jerusalén para pedir la opinión de aquellos que ya eran apóstoles.

Más bien, me fui inmediatamente a la región de Arabia, y luego regresé a la ciudad de Damasco. Tres años después fui a Jerusalén, para conocer a Pedro, y solo estuve quince días con él. También vi allí al apóstol Santiago, hermano de Jesucristo nuestro Señor. Aparte de ellos, no vi a ningún otro apóstol.

Les estoy diciendo la verdad. ¡Dios sabe que no miento! Después de eso, me fui a las regiones de Siria y Cilicia. En ese tiempo las iglesias de Cristo que están en Judea no me conocían personalmente. Solo habían oído decir: Ese hombre, que antes nos hacía sufrir, está ahora anunciando la buena noticia que antes quería destruir.

Y alababan a Dios por el cambio que él había hecho en mí.