Jesús era impecable. Como auténtico hombre que era nada le impedía pecar, era libre de pecar, sólo necesitaba un acto de su voluntad, pero al mismo tiempo era imposible que pecara por su bondad. Pero el que Jesús fuera impecable no significa que no sufriera la tentación. La sufrió. Como hombre padeció los dardos de la tentación y tuvo que resistirla, y le costó. En El no había concupiscencia, no había inclinación al mal, ni debilidad en su alma, pero para sentir los atormentadores dardos de la tentación no hace falta ninguna de esas tres cosas. Muy a menudo los cristianos, al meditar la vida de Cristo dando por descontado que era Dios, no valoramos suficientemente el sufrimiento de la tentación en Cristo.
Y especialmente deberíamos agradecerle su última tentación en la Cruz, la más fuerte de todas, la más punzante: la del abandono. De la Pasión valoramos sus sufrimientos físicos, pero no nos damos cuenta de que sus sufrimientos espirituales fueron mucho más dolorosos que los externos. La Pasión interna fue mucho peor que la externa, la Pasión espiritual mucho peor que la corporal. Allí, delante de la Cruz, estuvo el infierno entero. Todos y cada uno de los demonios estaban allí, rodeando la Cruz, contemplando con delectación su triunfo: ¡Dios crucificado! Era el mayor de sus sueños, el más acariciado de sus anhelos, ¡hecho realidad!
Lo que ellos no podían imaginar en ese momento de venganza y odio, era que la mayor derrota era su mayor victoria. La mayor derrota en este mundo, era la mayor victoria del Reino de los Cielos. La Redención estaba consumada. Y posteriormente la Resurrección fue algo que les dejó sin habla. Su victoria demoníaca no había servido absolutamente para nada, y encima regresaba embellecido con todos los tesoros del amor logrados en su Pasión. La derrota era como un guante al que se le daba completamente la vuelta del revés. Y ellos, los demonios, habían sido los instrumentos de esa victoria del amor.
Pero para acabar de complicarles más las cosas había un hecho para ellos tan espantoso o más que la victoria del Amor, y era que de pronto se hicieron conscientes de que Dios Padre no había perdonado la Pasión ni a su mismo Hijo. Este hecho tenía consecuencias tremendas. Si Dios Padre en pago de reparación por los pecados de la humanidad, no había perdonado ni al Justo, entonces podían olvidarse los demonios de ser perdonados al final de los tiempos. La Pasión en la Cruz suponía la prueba palpable de que la Justicia Divina no era trasgredida en vano. Fue en ese momento cuando se hicieron plenamente conscientes todos los demonios de que su condenación no tendría indulto alguno por los siglos de los siglos. Por eso ellos de estar contemplando la Cruz con la alegría de su victoria maligna, pasaron a entender que para ellos sería para siempre el recuerdo terrible de la Justicia Divina. Y por eso por encima de todo, los demonios odian la imagen de la cruz, más que la imagen de la Santísima Virgen María o la imagen de cualquier otro santo o la representación de otro misterio sagrado. El recuerdo de lo que ellos contemplaron como testigos hace dos mil años, presentes, allí, es un recuerdo que querrían borrar de sus mentes y no pueden. En la visión de cualquier cruz recuerdan su derrota y recuerdan que allí perdieron la esperanza de cualquier amnistía.