Obviamente, la promesa que Dios hizo de dar toda la tierra a Abraham y a sus descendientes no se basaba en la obediencia de Abraham a la ley sino en una relación correcta con Dios, la cual viene por la fe.
Si la promesa de Dios es sólo para los que obedecen la ley, entonces la fe no hace falta y la promesa no tiene sentido. Pues la ley siempre trae castigo para los que tratan de obedecerla. (¡La única forma de no violar la ley es no tener ninguna ley para violar!).
Así que la promesa se recibe por medio de la fe. Es un regalo inmerecido. Y, vivamos o no de acuerdo con la ley de Moisés, todos estamos seguros de recibir esta promesa si tenemos una fe como la de Abraham, quien es el padre de todos los que creen.
A eso se refieren las Escrituras cuando citan lo que Dios le dijo: Te hice padre de muchas naciones. Eso sucedió porque Abraham creyó en el Dios que da vida a los muertos y crea cosas nuevas de la nada. Aun cuando no había motivos para tener esperanza, Abraham siguió teniendo esperanza porque había creído en que llegaría a ser el padre de muchas naciones. Pues Dios le había dicho: Ésa será la cantidad de descendientes que tendrás.
Y la fe de Abraham no se debilitó a pesar de que él reconocía que, por tener unos cien años de edad, su cuerpo ya estaba muy anciano para tener hijos, igual que el vientre de Sara. Abraham siempre creyó la promesa de Dios sin vacilar. De hecho, su fe se fortaleció aún más y así le dio gloria a Dios. Abraham estaba plenamente convencido de que Dios es poderoso para cumplir todo lo que promete. Y, debido a su fe, Dios lo consideró justo. Y el hecho de que Dios lo considerara justo no fue sólo para beneficio de Abraham, sino que quedó escrito también para nuestro beneficio, porque nos asegura que Dios nos considerará justos a nosotros también si creemos en él, quien levantó de los muertos a Jesús nuestro Señor.