Tercera parte: Últimas conclusiones

Las conclusiones esenciales, las que son fundamentales en todo este asunto, han ido siendo desgranadas a lo largo del presente escrito. Pero creo que ha llegado el momento de dar otra vuelta de tuerca a toda la cuestión. Este apartado, por tanto, no es la exposición sistemática de las conclusiones de esta obra, sino la añadidura de ciertas conclusiones adicionales que se superponen a las ya expuestas que son las esenciales.
No se afirma la imposibilidad de las excepciones
¿Dios ya nunca castigará el pecado de los padres en los hijos? Imaginemos que en una revolución comunista del siglo XX un habitante de un pequeño pueblo profana de forma abierta y pública la iglesia de esa localidad e incluso la Sagrada Eucaristía. En un caso concreto, Dios puede decretar que no solo el culpable, sino toda su familia, muera de un modo terrible.
Ciertamente el pecado es algo personal, ciertamente los hijos y la esposa pueden ser totalmente inocentes de esa profanación, pero, en un caso concreto, Dios puede determinar que las causas y efectos confluyan para producir algo que sea una enseñanza para los que viven en esa localidad. No estoy diciendo que este sea el modo habitual de obrar de Dios, solo estoy exponiendo que, en un caso determinado, Dios puede decretar algo excepcional.
Cuando yo era párroco de un pequeño pueblo, otro párroco me contó cómo un hombre, durante la guerra civil de 1936, entró en su iglesia y dio la Eucaristía a un burro para que se la comiera, lo hizo de forma pública. Quería reírse de los curas, de las monjas, de la religión y de Dios. Pero, desde entonces, todos sus hijos nacieron con el paladar hendido. Donde debía haber un paladar entero que cerrara la boca en su parte superior, había una abertura. Ahorro al lector describir los desagradables detalles de lo que eso significaba para los pobres niños. Evidentemente, este hecho fue comentado con horror en el pueblo. Horror que se repetía cada vez que ese hombre tenía otro hijo. Ni entre los ascendientes del padre ni en los de la madre se había dado tal deformidad, solo tras la profanación. El mismo culpable, durante toda su vida seguro que no pudo dejar de pensar que había una relación entre su tremenda profanación y esa enfermedad concreta.
La enseñanza de Jeremías y Ezequiel ha quedado clara. Ahora bien, ¿Dios alguna vez, como excepción, puede aplicar la praxis de un castigo tan tremendo que se desborde más allá de la persona? La respuesta es sí. Dios nos ha dicho a través de esos profetas lo que va a hacer. Pero no se ha comprometido a no hacerlo nunca más.
La enseñanza de Ezequiel ya estaba en vigor cuando, por los pecados de los padres, Dios decreta la destrucción de Jerusalén en el año 70, en tiempos de Vespasiano. Bien sabía el apóstol san Juan que la enseñanza de Ezequiel seguía en vigor, cuando en su Apocalipsis describió cómo los pecados de una generación harán recaer la ira de Dios sobre toda la sociedad: sobre los culpables y sobre sus hijos inocentes.
Es decir, hay pecados tan grandes que, en ocasiones, sus efectos arrastran a todos los que forman una unidad con el que los comete. Solo unas pocas personas de la élite decidieron en Japón invadir otros países. Pero su pecado arrastró a muchos otros en el castigo. En una familia, un padre que comienza su camino de consumo de drogas es consciente de que su pecado puede cambiar radicalmente la vida de su mujer e hijos que viven con él. Si peca de esa manera, su pecado no quedará, tal vez, confinado en él.
La doctrina de la responsabilidad personal es clara. Solo peca el que comete la acción. Pero, en el caso de los pecados gravísimos, en ocasiones, los efectos no se circunscriben a la persona culpable, sino que como ondas expansivas inciden en los que conviven con él. En ocasiones, repito, no siempre.
En ese sentido, solo en ese sentido, el mensaje que Dios transmitió a Moisés sigue siendo válido. En la Biblia no hay pasajes inútiles. Esos cuatro pasajes siguen siendo una enseñanza verdadera y terrible, que (como se dice en esos versículos) no se aplica a todos los pecados. En esos pasajes se amenaza a los idólatras, pero, por extensión, se podría aplicar, en cierta medida, a los peores pecados, solo a los peores. Los pequeños pecados tienen unas ondas expansivas muy pequeñas; muchas no salen de la persona. Pero otros pecados, como el gobernante que declara la guerra a una nación inocente, contienen la capacidad de generar ondas expansivas espantosas que no podrán ser contenidas en el culpable. Ondas que se extienden incluso en la Historia: pecados que provocan otros pecados, pecados que conllevan castigos. Un ejemplo de este sentir natural se refleja en este versículo:

Lam 5:7  Nuestros padres pecaron, y han muerto; y nosotros llevamos su castigo. .

Incluso muerto el dictador que invadió otro país, los ciudadanos y sus descendientes deben llevar sobre sí las consecuencias de la iniquidad del gobernante fallecido. Como se ve, lejos de mí afirmar que esas cuatro enseñanzas de la Biblia de tiempos de Moisés son unos versículos que nos avergüenzan y que mejor sería que no existieran. La trascendencia de algunas acciones debe ser tomada en toda su seriedad. Y la gravedad de toda acción perversa no hay otra forma de medirla más que a través de sus frutos. 
Praxis y doctrina
La Biblia nos enseña una doctrina que es eterna e invariable, la verdad que es perfecta. Junto a los flancos de esa doctrina hay praxis, decisiones, actuaciones para un momento concreto: como un demócrata que, en un momento determinado, considera que para salvar a su país de la anarquía es preferible apoyar un golpe de estado. No reniega de su amor a la libertad y la democracia, pero, dadas las circunstancias, un golpe de estado puede ser el único modo de detener una situación en la que las instituciones ya no funcionan y hay, de hecho, un total vacío de poder. Dios conoció la verdadera doctrina incluso en los tiempos de mayor oscuridad, pero determinó lo más prudente en cada momento, lo más beneficioso.
Una vez comprendida la verdadera naturaleza de las maldiciones bíblicas, resulta fácil entender cómo algunas personas han cosificado esas maldiciones: convirtiendo lo que son decretos de Dios (respecto a alguien) en “cosas”, reificando lo que son determinaciones de la voluntad divina. Este fallo era comprensible. Era natural que, antes o después en la Historia, algunos creyentes cayeran en él.
No solo eso, una vez que se cosificaron las decisiones de Dios, se pasó a pensar que se destruían de manera muy parecida a como se expulsaban los demonios. En la praxis que se derivó de esto, no hay tanta diferencia entre el esquema del exorcismo y el de las maldiciones. Solo que uno es bíblico y el otro carece de base. Pero allí no quedó todo, el siguiente paso fue hacer de esas cadenas algo habitual: todo el mundo iba heredando esas cadenas en mayor o menor medida. Este esquema puede seguir desarrollándose con los años: añadiendo más complejidad, más elementos, creando una teología que lo avale, releyendo más pasajes escriturísticos bajo un enfoque muy determinado. Por eso se hace necesario reconducir las cosas ahora que se mantienen en un estadio teórico inicial, apenas esbozado, casi reducido a la praxis de algunos grupos pentecostales y carismáticos.
Si hemos entendido bien la doctrina correcta acerca de la maldición de Dios, ¿qué sentido tiene que un acto ejemplificador divino actúe en la más estricta intimidad, provocando en los nietos depresión o miedos o crisis de angustia? El sentido de aquellos castigos del tiempo de Moisés era, precisamente, su carácter ejemplificador.
Por eso, la doctrina de las maldiciones intergeneracionales no es que precise de correcciones, sino que debe ser abandonada entera, aplicando la sencillez bíblica de los pasajes que nos hablan de bendición y castigo, sin entrar en particularidades que son imposibles de averiguar en esta tierra, pero que las veo desprovistas de sentido y sin base bíblica.
Algunos intentarán salvar la teoría de las maldiciones intergeneracionales afirmando que lo que heredamos son malas tendencias de nuestros padres. En esta versión, la teoría de las cadenas queda ya muy disminuida. Pero recordemos lo que enseña san Pablo:

2Co 5:17  De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. 

Bien es cierto que siempre existe una cierta tensión teológica entre la verdad de la nueva creación, una recreación esencial, y la permanencia de elementos del hombre viejo, elementos accidentales en una nueva situación. El hombre lleno de fe que se ha entregado totalmente a la obediencia a Dios y al Evangelio puede mantener vicios, y eso no significa que su fe sea falsa, ni que no tenga verdadera voluntad de seguir a Jesús.
En la existencia de esta tensión teológica entre lo nuevo y la permanencia de lo viejo, es donde era natural que alguien apelara a la existencia un “algo” que impide que esa vida en Cristo sea perfecta a pesar de la voluntad decidida de seguir el Evangelio. Ese algo era cadena, carga, ligadura de pecado en sentido metafórico. Antes o después, alguien iba a acabar cosificándolo y actuando sobre él con los esquemas del exorcismo.
Nada vano hay en la Escritura
Una vez que toda la doctrina esencial ha quedado clara, una vez que hemos profundizado un poco en la verdad que subyacía en esos cuatro pasajes mosaicos, verdad que es también beneficiosa para nosotros, podemos hacer unas reflexiones finales que suponen otra vuelta de tuerca. Y es que, en realidad, en ningún momento, en ninguno, los profetas niegan la verdad contenida en esos cuatro pasajes. Se añade una enseñanza sin negar la precedente.
Es decir, los cuatro pasajes eran verdad en tiempos de Moisés y ahora, tan verdad entonces como ahora. La esencia del mensaje que contienen es que el mal, cuando alcanza cierta masa crítica, se expande, afectando a los que están alrededor. Con lo cual, de forma estricta, no es que Dios pueda hacer excepciones ahora, sino que, incluso ahora, la iniquidad cuando alcanza ciertas cotas se vuelve tóxica para todos los que están alrededor y, por tanto, especialmente para la familia.
Esto no cambia lo más mínimo la doctrina de la responsabilidad personal. Esos cuatro versículos lo que nos muestran es la diferencia cualitativa de la toxicidad de ciertos frutos del mal.
Esto que acabo de decir no niega el hecho de que en un momento de la Biblia Dios quiere que sus castigos sean muy patentes; y, en otro momento, quiere insistir en la doctrina de la responsabilidad personal; por otra parte, nunca negada. El versículo este proverbio no será usado ya más por vosotros en Israel implica un cambio, qué duda cabe. Pero, en realidad, los versículos se superponen sin negarse. Esta armonía de las Escrituras es admirable: la Biblia no da pasos atrás.
Sigo negando el esquema de las maldiciones intergeneracionales, pero en la visión armónica de los cuatro pasajes unidos a los textos de los dos profetas hay una verdad profundísima que no podemos olvidar y que es la que aquí he tratado de mostrar. No todo pecado produce maldición divina, solo algunos. Hay un modo bíblicamente correcto de considerar el concepto de maldición divina y hay otro modo que la cosifica y la rodea de una teoría teológica desenfocada.
Dios nunca se ha desdicho de los cuatro versículos mosaicos. Esto implica que hay un modo sano de entender, por ejemplo, la caída de Jerusalén en el siglo VI antes de Cristo, viéndola como la acumulación de una carga generacional de pecado. Se trata de una imagen metafórica que trata de expresar que el apartamiento de una sociedad respecto a Dios y sus mandatos puede crecer hasta llegar a un punto en el que Dios tome decisiones punitivas. Bajo esos mismos criterios teológicos se puede interpretar la caída de Jerusalén en el año 70 después de Cristo, la división de la Iglesia en el 1054 o la posterior división en tiempos de Lutero.
Hay una herencia material y una herencia espiritual. Esa interpretación sana nos permite construir una teología de la Historia. Es decir, que por debajo de las razones económicas, sociales y culturales, existen también razones espirituales que provocan bendición o castigo. Negar el esquema concreto de lo que se han conocido como las maldiciones intergeneracionales no implica negar una interpretación teológica de la Historia. Tanto Daniel en su visión de las cuatro bestias, como san Juan en el Apocalipsis, por solo citar dos ejemplos, nos muestran una interpretación espiritual de lo que parecerían meras causalidades políticas y militares.
Pero el esquema teológico concreto como se ha articulado el asunto de las maldiciones intergeneracionales me recuerda a aquellos que creen que los problemas de nuestra sociedad se resolverán haciendo un gran exorcismo sobre la sociedad. Cierto que si se realiza un exorcismo magno sobre todo un país, eso tendrá consecuencias: se alejará a algunos demonios de ese lugar, al menos por un tiempo. Pero pensar que la solución de todos los problemas de una sociedad radica en un gran exorcismo, en unas fórmulas concretas, sería un error. Pensar que, una vez realizado ese acto, ya todo está resuelto y las tinieblas se retirarán significa haber desenfocado el mensaje de conversión de la Buena Nueva.
Hay una traslación de la mentalidad exorcística al tema de las cargas generacionales. En el fondo, es la sempiterna tensión teológica que existe en el cristianismo entre lo externo y lo interno, entre el espíritu y la fórmula; entre la simplicidad de la fe que lleva a la conversión, y la complejidad de pasos, técnicas y métodos. En el fondo, todo esto es la tensión existente entre la sencillez de las tablas de los Mandamientos de Dios, por un lado; y, por otro, una maraña de ligaduras, cadenas, cargas y maldiciones que requieren de actuaciones especializadas por parte de un “conocedor” del tema. El lado de la complejidad siempre se enmascara diluyendo un esquema que, en estado puro, sería inaceptable por su heterodoxia. Pero, en definitiva, subyace en todo esto una pugna entre la visión sencilla de las parábolas (que adora a Dios en espíritu y en verdad) y una mentalidad cuasimágica que trata de contaminar esa pureza.
Apéndice
La enseñanza de Ezequiel respecto al castigo generacional
Permítaseme compartimentar bajo distintos epígrafes las afirmaciones del profeta Ezequiel en ese capítulo 18 en el que se observa la enseñanza de que los hijos no morirán por los pecados de los padres.
La compartimentación la ofrezco para que se vea con toda facilidad la insistencia que hay en corregir la mentalidad anterior. Este cambio no solo queda afirmado, sino repetido varias veces, desplegando todas las posibilidades. Veamos los versículos tras el proverbio mencionado de las uvas verdes y la dentera. El proverbio es el siguiente: 

Eze 18:1-2  Y vino a mí palabra de Jehová, diciendo: ¿Qué pensáis vosotros, vosotros que usáis este refrán sobre la tierra de Israel, diciendo: Los padres comieron las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la dentera? 

Observemos ahora con detalle la insistencia de Dios en lo que implica este cambio. Los versículos aparecen delante de cada línea.

Afirmación del cambio de obrar en el Señor
Eze 18:3  Vivo yo, dice Jehová el Señor, que nunca más tendréis por qué usar este refrán en Israel. 
Eze 18:4  He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá.  

Primera afirmación aclaratoria: 
el padre no morirá por la iniquidad del hijo 

Eze 18:5-13 Y el hombre que fuere justo, e hiciere juicio y justicia;
que no comiere sobre los montes, ni alzare sus ojos a los ídolos de la casa de Israel, ni deshonrare a la esposa de su prójimo, ni se llegare a la mujer menstruosa, ni oprimiere a ninguno; al deudor devolviere su prenda, no cometiere robo, diere de su pan al hambriento, y cubriere con ropa al desnudo,  el que no diere a usura, ni prestare a interés; de la maldad retrajere su mano, e hiciere juicio de verdad entre hombre y hombre, en mis estatutos caminare, y guardare mis ordenanzas para hacer rectamente, éste es justo; éste vivirá, dice Jehová el Señor.
Mas si engendrare hijo ladrón, derramador de sangre, o que haga alguna cosa de éstas, y que no haga las otras; antes comiere sobre los montes, o deshonrare a la esposa de su prójimo, al pobre y menesteroso oprimiere, cometiere robos, no devolviere la prenda, o alzare sus ojos a los ídolos, e hiciere abominación, diere a usura y prestare a interés: ¿vivirá éste? No vivirá. Todas estas abominaciones hizo; de cierto morirá; su sangre será sobre él.

Segunda afirmación aclaratoria:
El hijo no morirá por la iniquidad del padre

Eze 18:14-18 Pero si éste engendrare hijo, el cual viere todos los pecados que su padre hizo, y viéndolos no hiciere según ellos; no comiere sobre los montes, ni alzare sus ojos a los ídolos de la casa de Israel; a la esposa de su prójimo no deshonrare, ni oprimiere a nadie; la prenda no retuviere, ni cometiere robos; al hambriento diere de su pan, y cubriere de ropa al desnudo; apartare su mano del pobre, usura e interés no recibiere; hiciere mis derechos, y anduviere en mis estatutos, éste no morirá por la maldad de su padre; de cierto vivirá.
Su padre, por cuanto hizo agravio, despojó violentamente al hermano, e hizo en medio de su pueblo lo que no es bueno, he aquí que él morirá por su maldad.

Tercera afirmación aclaratoria:
Se insiste en que el hijo no morirá por el pecado del padre

Eze 18:19-20  Y si dijereis: ¿Por qué el hijo no llevará el pecado de su padre? Porque el hijo hizo juicio y justicia, guardó todos mis estatutos, y los hizo, de cierto vivirá. 
El alma que pecare, esa morirá. El hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él. 
Consideraciones acerca del pecado original
No he querido detener el curso de la argumentación cuando he mencionado antes el tema del pecado original. Pero permítaseme añadir algunas reflexiones más, dado que este es un asunto capital en el tema de las maldiciones.
Reconozco que, durante la escritura de esta obra, he experimentado un cambio de opinión. Voy a explicar lo que yo pensaba del pecado original hasta escribir este capítulo, y después explicaré mi cambio de postura.
Exposición de mi pensamiento previo:
Yo consideraba que la gracia que habíamos perdido en Adán era como una herencia que hubiéramos tenido de no haber sido despilfarrada por los padres. Si los primeros padres hubieran sido fieles, sus hijos hubieran nacido en una sociedad respetuosa del orden divino, una sociedad que hubiera adorado y amado a Dios. Pero es una herencia que no hemos recibido, una ausencia. La mancha original no es la transmisión de algo malo. ¿Cómo el niño va a estar manchado si su alma está creada por Dios? ¿Es el alma creada por los padres? No. ¿De dónde surge el alma? De Dios.
El niño nace con la inclinación al pecado. Es decir, sin la gracia de Dios, el ser humano tiende a lo cómodo, a lo fácil; a lo deleitable, aunque sea perjudicial. No es que se transmita la inclinación al pecado como algo añadido al alma. Es que eso existe en nosotros como tendencia, salvo que la gracia actúe. No es que se transmita una deformidad (la inclinación al pecado), sino que cada niño nace con su ser animal y espiritual, y salvo que actúe la gracia, ese niño tenderá al pecado. Hay una tendencia-inclinación-facilidad al pecado tanto en nuestra naturaleza corporal, como en nuestra naturaleza espiritual. Ahora bien, ¿existe en ese niño sin bautizar una tendencia al bien? Por supuesto. Con lo cual, en el niño sin bautizar, existe una tendencia al pecado, por supuesto, pero también hacia lo bueno.
Por lo tanto, el pecado original es una ausencia de la gracia, no la transmisión de una “cosa” mala. ¿El niño nace deformado? En mi opinión, no. Soy consciente de que sobre esto hay distintas opiniones. Pero, a mi entender, no nacemos ni deformados ni manchados: nacemos con la ausencia de la gracia. El bautismo otorgará gracias sobrenaturales en su ser espiritual a ese niño. Entendido así, el pecado original para nada es argumento a favor de las maldiciones intergeneracionales.
¿Si Adán y Eva no hubieran pecado, hubiéramos nacido en gracia de Dios? ¿O más bien, aunque ellos hubieran sido fieles, hubiéramos nacido sin gracia de Dios, es decir, solo poseedores de nuestro ser natural? Si es lo segundo, hubiera sido la educación, el ambiente en el que hubiéramos crecido, el que hubiera propiciado que Dios concediera la gracia a nuestras almas desde la más tierna infancia.
Dicho de otra manera, dado que el alma proviene de Dios, el pecado o la fidelidad de los primeros padres no transmite ni una mancha ni una gracia de Dios al nacer. Pero el pecado de Adán y Eva creó una sociedad en la que se transmitía el mal. Mientras que la fidelidad a Dios hubiera propiciado la aparición de la gracia sobrenatural, pero esta hubiera provenido de Dios, no de la generación.
[Ya he dicho, al principio, que en mí hubo un cambio de opinión. Pero, al escribir la presente obra, pensaba:] En fin, esta es mi opinión sobre la transmisión del pecado original (en nuestro orden actual de cosas) y la transmisión de la gracia (si Adán y Eva hubieran sido fieles). En ambos casos, se hubiera transmitido lo uno y lo otro, pero no por la generación, porque el alma entera procede de Dios. Los padres realizan un acto corporal del que surge un cuerpo: es pura biología. Es Dios el que otorga el espíritu. La gracia o don divino que es derramada en un alma no es como el fuego: como si un padre pudiera hacer que algo ardiera al acercarlo. La gracia solo procede de lo alto.
Es la idea de mancha, de deformación, incluso de “deuda”, la que ha complicado un esquema que, por otra parte, veo sencillo: generación del cuerpo, creación del alma, concesión de la gracia. Esta explicación de cómo yo entiendo el pecado original de los niños (igual a carencia de origen) no es ociosa, porque si la entendemos bien, se ilumina enteramente el tema de las maldiciones. A mi entender, cada niño es una nueva creación. Cada niño, incluso antes del bautismo, está limpio de toda mancha. Eso sí, solo tiene su ser natural, en su alma espiritual no hay nada sobrenatural.
Exposición de mi cambio de postura:
No todo lo que hay en mi primer enfoque de qué es, realmente, la mancha original resulta erróneo. Hay partes verdaderas y partes en las que he cambiado de opinión. Pero he dejado la primera redacción, porque me parece que resulta provechoso mantener con integridad la exposición acerca de cuál era y es una postura frente a esa realidad que se transmite desde Adán y Eva. Ahora, al exponer mi cambio de opinión, quedará claro, me parece, qué se mantiene y qué no de lo anteriormente dicho.
Al leer las palabras de Trento, por propagación, no por imitación, me di cuenta de que mi postura no era congruente con esa enseñanza, se tomara como se tomara. El tenor de lo que se expuso en el concilio era claro. Eso me planteó una cuestión: ¿podía deslizarse un error en una enseñanza de un concilio ecuménico? La respuesta es no. Podía un concilio expresarse mejor o peor, pero no enseñar el error. Creo en la asistencia del Espíritu Santo. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad pululaba entre ellos y el Dios Omnipotente hubiera impedido que se enseñase el error.
Así que, a partir de entonces, consideré que el alma de un niño podía ser como una hoja en blanco al salir de las manos de Dios. Pero que en la generación o en la gestación podía darse algún tipo de contaminación y de herencia positiva y negativa. El alma procedía de Dios, pero los padres podían añadir algo a ese campo recién nevado. Insisto, no solo se añaden tendencias malas, también características humanas positivas. Para los párrocos que hemos tenido centenares de niños en catequesis resulta patente que hay niños muy pequeños que tienen un natural bueno, dulce, religioso, plácidamente alegre. Mientras que otros niños, desde muy pequeños, están nerviosos, se enfadan con facilidad, etc. Pero no solo se hereda alguna tendencia mala, sino también algunas tendencias buenas. Y no siempre se heredan ni las unas ni las otras.
Esto no debía ser excesivamente importante, no debía pasar de constituir la presencia de ciertas tendencias, a juzgar por el silencio de la Sagrada Escritura. En la Palabra de Dios se observa no solo un silencio respecto al ser de las cosas (si existen o no estas herencias), lo cual sería poco probativo, sino también respecto a la praxis (¿hay que hacer algo concreto?), lo cual resulta más relevante: pues, en las Escrituras, a la hora de sanar un alma se presta atención a muchos aspectos, pero nada en cuanto al campo de la herencia.
Así que el presente opúsculo combate el esquema de las maldiciones intergeneracionales como algo desenfocado. Pero no niego que no pueda existir un algo misterioso heredado en el alma de la persona como tendencia, procedente de los padres. Si bien, el ejemplo de los padres, la acción de la educación, de los buenos amigos, será más importante que esas inclinaciones previas. Esta concepción misteriosa de la mancha original y de la herencia de los padres dota de sentidos desconocidos a la acción de los sacramentos, de todos los sacramentos y no solo del bautismo. Quizá allí hay una actuación mucho más compleja de lo que pensamos.