EL SANTO Y SEÑA PARA HOY: ESTAD FIRMES
Toda doctrina de la Palabra de Dios tiene aplicaciones prácticas. Cada árbol da semilla según su especie, lo mismo cada verdad de Dios produce virtudes prácticas. Como resultado de ello podemos hallar al apóstol Pablo lleno de «por tanto» y «así que» repetidos; expresiones que implican el sacar conclusiones de afirmaciones previas sobre la verdad divina. Por otra parte, me sorprende que nuestros traductores hayan dividido el argumento en este pasaje, haciendo un nuevo capítulo, cuando no hay razón para ello, sino lo contrario.
El último domingo hablamos sobre la seguridad de la resurrección de nuestro Señor Jesús: Ahora hay la fuerza práctica de esta verdad, que constituye parte de lo que se entiende por «el poder de su resurrección» Como el Señor ha resucitado, sin duda vendrá otra vez, y resucitará los cuerpos de los suyos a su venida, por lo que podemos esperar con base, y hay buenas razones para estar firmes, mientras esperamos. Estamos esperando la venida de nuestro Señor y Salvador Jesucristo de los cielos, y esto «transfigurará el cuerpo de nuestro estado de humillación, conformándolo al cuerpo de la gloria suya»; por lo cual estemos firmes, en la posición que nos asegure de este honor. Estemos en nuestros puestos hasta la venida de nuestro Capitán que pondrá fin a nuestra guardia como centinelas.
La gloriosa resurrección nos recompensará abundantemente de la tarea y trabajo que hemos sobrellevado y hecho en la campaña por el Señor. La gloria que será revelada, ya empieza a proyectar luz sobre nuestro camino, y hace llegar la luz del sol a nuestros corazones. La esperanza de esta felicidad nos hace ya ahora fuertes en el Señor, y en la fuerza de su poder.
Pablo sentía grandes deseos de que aquellos para quienes él había sido el medio de encandilar su esperanza celestial pudieran ser preservados fieles hasta la venida de Cristo. Temblaba pensando que algunos de ellos podían hacerse atrás y traicionar a su Señor. Temía que algunos dejaran caer lo que él esperaba habían ganado, si se apartaran de la fe. Por ello les ruega que se mantengan «firmes». Expresa en el versículo sexto del primer capítulo la convicción que tenía de que Aquel que había empezado la buena obra en ellos la perfeccionaría, pero su intenso amor le obligaba a exhortarles, diciendo: «Estad firmes en el Señor, amados.» El propósito de estas exhortaciones finales es promover y asegurar la perseverancia.
Pablo ha luchado con vigor; y en el caso de los convertidos de Filipos cree que ha afianzado la victoria, pero teme que ellos no la pierdan. Esto me recuerda la muerte del héroe británico Wolfe, que en las alturas de Quebec recibió una herida mortal. Era precisamente en el momento que el enemigo huía, y cuando supo que se escapaban, una sonrisa iluminó su semblante y gritó: «Levantadme. No me dejéis caer, soldados valientes. El triunfo es nuestro. ¡Mantenedlo!» Su única ansiedad era que la victoria quedara asegurada.
Así mueren los guerreros, y así vivió Pablo. Su misma alma parece gritar: «¡Hemos ganado la batalla! ¡Afianzad la victoria!» Oh, queridos oyentes, creo que muchos sois «del Señor» y os ruego que «estéis firmes en el Señor». En vuestro caso, también, la batalla ha sido ganada; pero, ¡ afianzadla! Ahí está el meollo de todo lo que tengo que deciros esta mañana: que Dios el Espíritu Santo lo escriba en vuestros corazones. Habiendo hecho todas las cosas bien hasta ahora, os ruego que obedezcáis la orden de Judas de conservaros «en el amor de Dios», y de uniros conmigo en adoración a Aquel que es poderoso para guardarnos de caer, y de presentarnos delante de su presencia gloriosa con gran alegría. A Él sea la gloria para siempre. Amén.
I. Pablo sentía gozo al ver que sus amados convertidos estaban en el lugar que les correspondía.
Es algo muy importante empezar bien. El comienzo no lo es todo, pero es mucho. Se ha dicho: «Bien empezado, hecho hasta la mitad»; y ciertamente, así es en las cosas de Dios. Es de importancia vital entrar por la puerta estrecha; empezar el viaje celestial en el punto justo. No tengo duda que muchas apostasías, caídas, y resbalones de los que profesan son debidos al hecho que no habían empezado bien; el fundamento había estado sobre la arena, y cuando la casa cayó por fin, no pasó más que lo que cabía esperar. Un fallo en el cimiento es seguro que ocasionará una grieta en el edificio. Procura tener un buen fundamento. Es mejor no haberse arrepentido que arrepentirse de forma que tengamos que arrepentimos del arrepentimiento; es mejor carecer de fe que tenerla falsa; es mejor no profesar religión que ser infiel a la que se profesa.
Dios nos dé la gracia de que no hagamos una equivocación al aprender el alfabeto de la piedad, o bien en toda nuestra instrucción erraremos y aumentará el error a medida que aprendamos. Debemos aprender las diferencias entre gracia y mérito, entre el propósito de Dios y la voluntad del hombre, entre la confianza en Dios y la confianza en la carne. Si no empezamos bien, cuanto más lejos vayamos, más lejos nos hallaremos del fin deseado, y más a fondo en el error nos encontraremos. Sí, es de importancia capital que nuestro nuevo nacimiento y nuestro primer amor sean genuinos más allá de toda duda.
La única posición en que podemos empezar, pues, es «estando en el Señor». Esto es, empezar de modo que podamos proseguir seguros. Éste es el punto esencial. Es bueno que los cristianos estén dentro de la Iglesia; pero si estáis en la Iglesia antes que en el Señor, estáis fuera de lugar. Es bueno ocuparse en obras santas; pero si vuestras obras vienen antes de que estéis en el Señor, no habrá el corazón en ellas, ni serán aceptadas por el Señor.
No es esencial que estéis en esta iglesia o aquella; pero sí es esencial que estéis en «el Señor»: no es esencial que vayáis a la Escuela Dominical, ni pertenezcáis a sociedades religiosas; pero sí es esencial que estéis en el Señor. El apóstol se gozaba en aquellos que se habían convertido en Filipos, porque sabía que estaban en el Señor. Estaban donde Él quería que estuvieran y permanecieran, pues dice: «Estad firmes en el Señor.»
¿Qué quiere decir «estar en el Señor»? Bueno, hermanos, estamos en el Señor de modo vital y evidente cuando acudimos al Señor Jesús por medio del arrepentimiento y la fe, y hacemos de Él nuestro refugio y nuestro escondedero. ¿Es esto cierto en vuestro caso? ¿Estáis confiando sólo en el Señor? ¿Habéis acudido al Calvario y habéis contemplado al Salvador? Como la tórtola hace su nido en la roca, ¿habéis hecho vuestro hogar en Jesús? No hay resguardo para el alma culpable sino en el costado herido. ¿Has ido a Él?
¿Estás en Él? Mantente allí. Nunca podrás tener un refugio mejor; en realidad, no hay otro. Ningún otro nombre nos ha sido dado debajo del cielo a los hombres para que podamos ser salvos. No puedo deciros que estéis firmes en el Señor a menos que estéis ya en Él; de aquí mi pregunta: ¿Estáis en Cristo? ¿Tenéis puesta en Él solo vuestra confianza? ¿Halláis la base de vuestra esperanza en su vida, su muerte y su resurrección? ¿Es Él mismo toda vuestra salvación y vuestro deseo? Si es así, estad firmes en Él.
Luego, estas personas, además de haber acudido a Cristo como refugio, están ahora en Cristo para su vida diaria. Han escuchado a Aquel que les ha dicho: «Permaneced en Mí»; y por tanto permanecen en el goce diario de Él, dependiendo de Él, obedeciéndole, y procurando sinceramente imitar su ejemplo. Eran cristianos, es decir, personas a las que se aplicaba el nombre de Cristo. Se esforzaban en realizar el poder de su muerte y resurrección como una influencia santificadora, que eliminaba sus pecados y estimulaba sus virtudes. Estaban procurando reproducir la imagen de Jesús en sí mismos, de modo que pudieran dar gloria a su nombre. Sus vidas transcurrían dentro del círculo de la influencia de su Salvador.
¿Es así con vosotros, queridos amigos? Estad firmes, pues. Nunca hallaréis un ejemplo más noble; nunca estaréis saturados de un espíritu más elevado que el de vuestro Señor Jesucristo, porque es divino. Comiendo, o bebiendo, o haciendo todo lo que hagáis, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús y así viviréis en Él.
Esta expresión es muy corta, pero muy llena. «En Cristo.» ¿Significa que estamos en Cristo como los pájaros en el aire que los sostiene y les hace posible volar? ¿Estamos en Cristo como los peces en el mar? Nuestro Señor ha pasado a ser nuestro elemento vital y todo lo que nos rodea. ¿Nos ha llevado Jesús a sus verdes pastos? Entonces, puedes reposar en ellos. No vayas más lejos, porque nunca los encontrarás mejores. Quédate con tu Señor, por larga que sea la noche, porque en Él tienes esperanza para la mañana.
Estas personas estaban donde debían estar, en el Señor, y es por esta razón que el apóstol se deleitaba en ellas. Lee otra vez el primer versículo del capítulo cuatro y verás que los ama y se goza en ellos. ¡Añade títulos de amor uno tras otro! Algunas personas mojan su pan en vinagre, pero las palabras de Pablo están saturadas de miel.
Aquí tenemos no sólo palabras dulces, sino que significan algo; su amor era real y ferviente. El mismo corazón de Pablo está proyectado en letras bien grandes en este versículo: «Así que, hermanos míos amados, y deseados, gozo y corona mía, estad así firmes en el Señor, amados.» Por el hecho de estar en Cristo, antes que nada eran los hermanos de Pablo. Ésta es una nueva relación, no terrena, sino celestial.
¿Qué sabía este judío de Tarso sobre los filipenses? Muchos de ellos eran gentiles. Hubo un tiempo en que los habría llamado perros, y los habría despreciado como incircuncisos; pero ahora dice: «Hermanos.» Esta palabra ha perdido ya todo su sabor. Decimos hermanos sin poner mucho amor fraternal en la palabra; pero estos hermanos tienen un amor el uno para el otro que no es egoísta, es admirable, y así es entre los cristianos reales, una hermandad que no puede disimularse, olvidarse o renunciarse a ella.
Se dice de nuestro Señor: «Por esta causa no se avergonzó de llamarlos hermanos»; y sin duda ellos nunca se avergonzaron de llamarse hermanos el uno al otro. Pablo, en todo caso, mira a su carcelero, aquel carcelero que le había puesto los pies en el cepo, y ve a la familia del carcelero, y a Lidia, y a muchos otros; de hecho, a toda la compañía que había reunido en Filipos, y los saluda con amor diciéndoles: «Hermanos míos.» Sus nombres estaban escritos en el mismo registro de familia porque estaban en Cristo, y por tanto tenían un Padre en el cielo.
Luego el apóstol los llama «amados y deseados». El versículo casi empieza con esta palabra, y termina con ella. La repetición le hace decir: «Mis doblemente queridos.» Éste es el amor que todo verdadero siervo de Cristo tendrá por aquellos que han sido engendrados a la fe de Cristo por medio de él. ¡Oh, sí, si sois de Cristo sus ministros tienen que amaros! ¿Cómo podría haber falta de afecto en nuestro corazón hacia vosotros, si hemos sido el medio de traeros a Jesús? Sin la menor afectación u ostentación os podemos llamar «queridos o amados».
Luego el apóstol los llama «deseados», esto es, aquellos a quienes desea. Primero deseaba verlos convertidos; después deseó verlos bautizados; luego, deseó ver que mostraban todas las gracias de los cristianos. Cuando vio la santidad en ellos deseó visitarlos y tener comunión con ellos. Su constante bondad creó en él un fuerte deseo de hablar con ellos cara a cara. Los amó, y deseó su compañía, porque estaban en Cristo. Así que habla de ellos como aquellos a quienes desea. Su deleite era pensar en ellos y esperaba visitarlos.
Luego añade: «gozo y corona mía.» Pablo había sido el medio de su salvación, y cuando piensa en aquel bendito resultado, nunca se lamenta de todo lo que tuvo que sufrir: sus persecuciones entre los gentiles parecían leves, puesto que aquellas almas preciosas eran su recompensa. Aunque él no era nada más que un pobre preso de Cristo, con todo, les habla en estilo regio: ellos son su corona. Ellos eran su «stephanos» o corona entregada como premio de la carrera de la vida. Esta corona entre los griegos, generalmente, era de flores y se colocaba sobre la frente del vencedor.
La corona de Pablo nunca se había de marchitar. Escribe como si sintiera las hojas alrededor de sus sienes; ve a los filipenses con su presea de honor: ellos eran su gozo y su corona; él esperaba que por toda la eternidad ellos serían una parte de su cielo para verlos entre su bienaventuranza, y saber que él había ayudado a aquella felicidad al llevarlos a Cristo.
¡Oh, queridos!, verdaderamente nuestro mayor gozo es que no hayamos corrido en vano, ni trabajado en vano: habéis sido arrancados como «carbones del fuego», y ahora vivís para alabar a nuestro Señor Jesucristo, vosotros sois nuestra recompensa, nuestra corona, nuestro gozo.
Estos convertidos eran todo esto para Pablo simplemente porque estaban «en Cristo». Habían empezado bien, estaban donde debían estar, y él, por tanto, se regocijaba en ellos.
II. Pero, en segundo lugar, era por esta razón que deseaba que se mantuvieran allí.
Les rogaba que estuvieran firmes. «Estad firmes en el Señor, amados.» El comienzo de la religión no es el todo de ella. No habéis de suponer que la suma de la piedad está contenida en la experiencia de un día o dos, una semana, varios meses o incluso unos pocos años. Los sentimientos que siguen a la conversión son preciosos; pero no penséis que el arrepentimiento, la fe y lo que les sigue, son para una temporada, y luego ya basta.
Mucho me temo que hay algunos que secretamente se dicen: «Todo está ya completo; he experimentado el cambio necesario, he visto ya a los ancianos y al pastor, he sido bautizado, he entrado a formar parte de la iglesia, y ahora todo está bien definitivamente.» Ésta es una visión falsa de vuestra condición. En la conversión habéis empezado la carrera, y tenéis que correr hasta el fin de la misma. En vuestra confesión de Cristo habéis llevado las herramientas a la viña, pero entonces empieza el día de trabajo. Recuerda: «El que persevera hasta el fin, éste será salvo.» La piedad es un asunto que dura toda la vida. El obrar la salvación que el Señor mismo está obrando en vosotros no es una cosa de horas, ni de un período limitado de tiempo. La salvación se va desplegando durante toda nuestra permanencia aquí. Continuamos arrepintiéndonos y creyendo, y aun el proceso de nuestra conversión continúa hasta que somos cambiados más y más a la imagen de nuestro Señor. La perseverancia final es la evidencia necesaria de la conversión genuina.
En proporción a lo que nos gozamos en los convertidos, sentimos intensa amargura cuando alguno nos decepciona y resulta ser meramente de los seguidores temporales. Suspiramos cuando vemos que la semilla brota rápidamente, pero que se marchita pronto porque no tiene raíz ni profundiza en la tierra. Estas personas dijeron que eran de Cristo, pero todo era una ilusión. Después de un tiempo, por una razón u otra se volvieron atrás: «Se apartaron, porque no eran de nosotros; porque si hubieran sido de los nuestros, sin duda habrían continuado con nosotros; pero se fueron, para que se manifestara que no eran de los nuestros.»
Nuestras iglesias sufren de modo serio del gran número de miembros que desertan de las filas, que o bien se vuelven al mundo o prosiguen un viaje solitario y muy secreto hacia el cielo, porque ya no oímos nada más de ellos. Nuestro gozo se transforma en decepción, la supuesta corona de laurel son unas hojas marchitas, y nos apena recordarlos. Con qué fervor, pues, decimos cuando empezáis la carrera: «¡Seguid adelante. Os rogamos que no os volváis atrás, ni aflojéis el paso, hasta que hayáis ganado el premio!»
Oí una expresión ayer que me gustó mucho. Yo hablaba sobre la dificultad de seguir adelante. «Sí —me contestó mi amigo— y es todavía más difícil seguir siguiendo.» Esto es. Sé que hay muchos que son maravillosos al empezar. Qué prisa se dan. Pero no hacen alto alguno, y pronto se quedan sin resuello. La diferencia entre el cristiano real y el espurio consiste en este poder de resistencia. El cristiano real se mantiene en este poder. El cristiano real tiene una vida en sí que nunca muere, una semilla incorruptible que vive y permanece para siempre; pero el cristiano espurio empieza y termina poco después de haber empezado. Es tenido como un santo, pero se vuelve un hipócrita. Hace ostentación durante un tiempo, pero pronto termina en el camino de la santidad y se dirige a su propia condenación. Dios os salve, queridos amigos, de todo lo que pueda parecer apostasía. Por ello, con toda mi fuerza quisiera imprimir en cada uno estas dos palabras: «Estad firmes.»
Pondré la exhortación de esta manera: «Estad firmes doctrinalmente.» En esta época muchos barcos han levantado el ancla cuando debería estar clavada; van a la deriva siguiendo la corriente; se los lleva cualquier viento. La sabiduría consiste en anclarse bien. Yo he tomado la precaución de echar cuatro anclas en la popa, y una gran ancla en la proa. De este modo no voy a moverme una pulgada de la vieja doctrina por ninguna persona o circunstancia.
Ahora que el huracán se lleva a muchos, los que están edificados sobre el único fundamento tienen que demostrar su valor permaneciendo firmes. No escucharemos ninguna enseñanza excepto la de Jesucristo. Si veis una verdad en la Palabra de Dios, aferraos a ella por medio de la fe; y si no es popular, aferraos a ella con ganchos de acero. Si sois despreciados como insensatos por hacerlo, afirmaos aún más. Como un roble que tiene las raíces profundas, los vientos no van a arrancaros de vuestro lugar. Desafiad el reproche y el ridículo y ya habéis vencido.
Estad firmes como los escuadrones británicos de los tiempos antiguos. Cuando se los atacaba con furor cada uno de los hombres parecía transformado en una roca. En otros tiempos podíamos desviamos algo de las filas, para ver las flores que crecían a la orilla del camino, porque había paz; pero ahora sabemos que el enemigo nos rodea por todas partes, y que debemos mantenernos estrictamente en la línea de marcha, y no puede tolerarse el abandonar las filas. La contraseña de la hueste es la que da Dios: «¡Estad firmes!» Aferraos a la fe una vez entregada a los santos. Aferraos a las palabras, ni tan sólo os desviéis una jota o una tilde de ellas. Doctrinalmente, ¡estad firmes!
También, prácticamente, permaneced firmes en lo recto, lo verdadero, lo santo. Esto es de la máxima importancia. Las barreras se derriban; quisieran amalgamar la Iglesia con el mundo: sí, incluso la Iglesia y el escenario teatral. Se propone combinar a Dios con el diablo en un mismo servicio; Cristo y Belial han de actuar en un mismo escenario.
Dicen, sin duda ahora es el momento en que el león ha de comer paja, como el buey, pero paja sucia también. Esto es lo que dicen; pero yo repito la palabra: «Salid de entre ellos y separaos, y no toquéis nada inmundo.» Escribid «santidad para Jehová» no sólo en vuestros altares, sino también en las campanillas de los caballos; que todo se haga como si estuviera presente el Dios vivo. Haced todas las cosas para santidad y edificación. Esforzaos para mantener la pureza de los discípulos de Cristo; y tomad vuestra cruz, y salid fuera del campo llevando su reproche.
Si habéis ya sido puestos aparte en vuestra decisión para el Señor, seguid igual. Estad firmes. No os mováis en nada en esta edad floja, no os dejéis afectar por la opinión corriente moderna; decid: «Haré lo que Cristo me manda hasta lo sumo de mi capacidad. Seguiré al Cordero por dondequiera que vaya.» En estos tiempos de mundanalidad, impureza, indulgencia y error, corresponde a los cristianos levantarse el borde del vestido y mantener el calzado y los vestidos limpios de la contaminación que hay alrededor. Hemos de ser más puritánicos y exigentes de lo que hemos sido.
¡Oh, por medio de la gracia, estad firmes!
Procurad también estar firmes experimentalmente. Orad para que vuestra experiencia interior sea de una íntima adhesión a vuestro Señor. No os apartéis de su presencia. No subáis con los que sueñan en la perfección de la carne, ni os arrastréis con los que dudan de la posibilidad de la salvación presente. Tomad al Señor Jesucristo como vuestro único tesoro, y dejad que vuestro corazón esté siempre con Él.
Manteneos firmes en la fe en su expiación, en confianza en su divinidad, en la seguridad de su segunda venida. Suspiro por sentir dentro de mi alma el poder de su resurrección y tener una comunión ininterrumpida con Él. En comunión con el Padre y el Hijo mantengámonos firmes. Seguirá bien aquel cuyo corazón y alma, afecto y entendimiento estén envueltos en Cristo Jesús y nada más. Con respecto a vuestra vida interior, vuestra oración secreta, vuestro andar con Dios, aquí está la contraseña del día: «Estad firmes.»
Luego, estad firmes sin vacilar en vuestra confianza. No permitáis que las dudas os preocupen. Sabed que Jesús puede salvaros, y, lo que es más, sabed que Él os ha salvado. Así es que encomendaos en sus manos, para que podáis estar seguros de vuestra salvación como de vuestra existencia. La sangre de Jesucristo hoy nos limpia de todo pecado; su justicia nos cubre, y su vida nos vivifica para novedad de vida. No toleréis la duda, la desconfianza, la sospecha. Cree en Cristo hasta lo sumo. En cuanto a mí, me consideraré perdido para siempre si Jesús no me salva. No tendré ninguna otra cuerda para mi arco, no, ni segunda esperanza, ni modo de retroceder. Podría arriesgar mil almas en la verdad de mi Señor, y no sentir que corriera riesgo alguno. Estad firmes, sin desear ninguna otra confianza y sin vacilar en la confianza que tenéis.
Además, estad firmes sin extraviaros en el pecado. Sois tentados en este sentido y en aquella dirección: estad firmes. Las pasiones internas se levantan; las concupiscencias de la carne se rebelan; el demonio lanza sugerencias temibles; los mismos miembros de vuestra familia os tientan: manteneos firmes. Sólo de esta manera seréis preservados de los torrentes de la iniquidad. Manteneos cerca del ejemplo y el espíritu de vuestro Maestro; y habiendo hecho lo que debíais, seguid manteniéndoos firmes.
Como he dicho, manteneos firmes sin vacilar; así que ahora debo decir, estad firmes sin cansaros. Estáis un poco cansados. No importa, descansad un momento y empezad de nuevo la brega, «¡Ay! —decís—, esta tarea es monótona.» Hacedla mejor, de este modo habrá un cambio. Vuestro Salvador soportó su vida y su tarea sin quejarse, porque el celo de Dios le consumía.
«¡Ay! —decís—, no puedo ver los resultados.» No importa; esperad para ver los resultados, como el labrador espera los preciosos frutos de la tierra. «Oh, trabajo duro sin hacer progresos.» No importa, no eres el mejor juez para tus propios éxitos. Sigue trabajando, porque a su tiempo segaremos si no hubiéremos desmayado. Practica la perseverancia.
Recuerda que si tienes la obra de la fe y la labor del amor, puedes completar el trío añadiendo la paciencia de la esperanza. No puedes seguir adelante sin la última. «Estad firmes, inmóviles, siempre abundando en la obra del Señor, por cuanto sabéis que vuestro trabajo en el Señor no es vano.» Recuerdo que Sir Cristopher Wren, cuando limpió los restos de la antigua catedral de San Pablo, tuvo que usar arietes para derribar las enormes paredes. Los obreros tenían que embestir la pared repetidas veces. Se aplicaba una enorme fuerza sobre las paredes, sin tregua ni descanso, pero, no parecía hacer mucho efecto en la obra de mampostería antigua. Con todo, el gran arquitecto sabía lo que hacía: les dio orden que siguieran batiendo con el ariete la pared de roca, hasta que al fin toda la masa se fue desintegrando. Entonces a cada golpe caía un pedazo de pared, envuelto en nubes de polvo.
Los últimos golpes fueron los que hicieron caer la pared. ¿Creéis que fue así? No, fue la acumulación de todos los golpes, los primeros tanto como los últimos. Seguid con el ariete. Espero, por mi parte, hacerlo hasta que muera. Y fijaos bien, es posible que antes de morir no haya podido ver que los errores de esta hora se están desmoronando y cayendo, pero me quedaré muy tranquilo cuando duerma en Cristo, porque tengo la expectativa segura de que esta obra va a dar resultado al fin. Seré feliz de haber hecho mi parte en la obra, incluso si no veo los resultados personalmente. ¡Señor, deja ver tu obra a tus siervos, y estaremos contentos de que tu gloria quede reservada para nuestros hijos! Estad firmes, hermanos, en labor incesante, porque el fin es seguro.
Y luego, además de estar firmes en este aspecto, hemos de estar firmes sin torcernos. La madera, cuando es verde, tiene tendencia a torcerse en una u otra dirección. El tiempo espiritual es muy malo ahora para la madera verde; es un tiempo, un día, húmedo de superstición, y al día siguiente seco de escepticismo. El racionalismo y el ritualismo están los dos en plena actividad. Espero y ruego que no os torzáis. Manteneos rectos; guardad la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; en el nombre del Maestro os mando: «Estad firmes en el Señor.»
Manteneos firmes, porque hay gran necesidad de ello. Muchos se van, de lo cual ya os he hablado con frecuencia y de los cuales os digo, incluso con lágrimas, que son enemigos de la cruz de Cristo.
III. En tercer lugar, el apóstol les da los mejores motivos para que se mantengan firmes.
Les dice: «Manteneos firmes a causa de vuestra ciudadanía. Leed el versículo Flp_3:20 : «Porque vuestra ciudadanía está en los cielos.» Ahora, si sois lo que profesáis ser, si estáis en Cristo, sois ciudadanos de la Nueva Jerusalén. Los hombres han de comportarse en conformidad con su ciudadanía, y no deshonrar a su patria.
Cuando un hombre era ciudadano de Atenas, en los tiempos antiguos, se sentía obligado a ser valiente. Jerjes dijo: «Estos atenienses no son regidos por reyes: ¿cómo es que luchan?» «No —dijo uno—, pero cada hombre respeta la ley, y cada hombre está dispuesto a morir por su patria.» Jerjes aprendió pronto que los espartanos se regían por la misma obediencia y respeto a la ley, y que por ser de Esparta, eran valientes como leones. Envió recado a Leónidas para que su pequeño ejército depusiera las armas. «Ven y tómalas», fue la valerosa respuesta. El rey persa tenía miles y miles de soldados, en tanto que Leónidas disponía sólo de unos trescientos espartanos; con todo, se mantuvieron firmes en el paso del desfiladero, y al déspota oriental le costó miles de hombres el forzarlo. Los hijos de Esparta preferían morir a abandonar su puesto. Todo ciudadano de Esparta sabía que debía mantenerse firme; un hombre de Esparta no cedía.
Me gusta el espíritu de Bayardo, el «caballero sin miedo y sin tacha». Desconocía lo que significaba el miedo. En su última batalla, con la columna vertebral fracturada, dijo a los que le rodeaban: «Colocadme contra un árbol, que pueda estar incorporado y morir de cara al enemigo.» Sí, aun herido gravemente, y sin poder manejar el escudo o la espada, como ciudadanos de Jerusalén, nuestra obligación sería morir dando la cara al enemigo.
No hemos de ceder, no podemos atrevemos a ceder, si es que somos de la ciudad del gran Rey. Los mártires nos exhortan a estar firmes; la gran nube de testigos que se inclina desde el trono nos implora que estemos firmes; sí, todas las huestes de los que están en la gloria nos dicen: «Estad firmes.» Estad firmes en Dios, en la verdad, en la santidad, y que nadie tome nuestra corona.
El próximo argumento que Pablo usa se refiere a su resultado. «Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo.» Hermanos, Jesús viene. Está en camino. Habéis oído nuestros avisos, pero apenas les dais crédito; pero la palabra es verdad, y sin duda será cumplida antes de poco. El Señor está en camino. Él prometió que vendría a morir, y cumplió su palabra; ahora nos promete que vendrá a reinar, y podéis estar seguros que se mantendrá fiel a la cita con su pueblo. Él viene. Los oídos de la fe pueden ya oír las ruedas de su carro; cada momento, cada suceso de la Providencia le está acercando. Bienaventurados aquellos siervos que no estén dormidos cuando Él venga, ni hayan abandonado sus lugares de servicio; dichosos aquellos a quienes cuando su Señor venga halle vigilando fielmente, firmes en el gran día.
A nosotros, amados, Él viene no como Juez y Destructor, sino como Salvador. Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo. Ahora bien, si le esperamos, «estemos firmes». No podemos entrar en el pecado, no podemos abandonar la comunión de la iglesia, no podemos dejar la verdad, no podemos jugar a frío y caliente con la piedad. Mantengámonos firmes en simplicidad de corazón, de modo que cuando Jesús venga, podamos decir: «¡Bienvenido, Hijo de Dios!»
No me es difícil esperar en el curso de los años difíciles y lo hago confortado. Un barco, en una recia tempestad, no había podido entrar en cierto puerto. El mar estaba muy agitado y el barco se bamboleaba. La niebla densa no dejaba ver boyas ni luces. El capitán no dejó nunca el timón. No podía ver la entrada al puerto, y ningún piloto podía salir del mismo en medio del temporal. Los pasajeros le instaban a que se arriesgara e intentara lanzarse al puerto. Pero él dijo: «No, mi deber es no correr un riesgo así. Un piloto debe quedarse aquí, esperaré, aunque sea una semana.»
El verdadero valor es el que se puede permitir que se le acuse de cobardía. El esperar es mucho más prudente que el lanzarse contra las rocas, cuando no se dispone de un piloto ni pueden oírse las sirenas. Nuestro capitán prudente esperó, y por fin vio al bote del piloto que se acercaba sobre el mar agitado. Cuando llegó el piloto, la tarea del capitán, su ansiosa espera, llegó a su fin.
La Iglesia es como el barco, sacudida de acá para allá por la tormenta, en la oscuridad, y el Piloto no ha llegado todavía. El vendaval arrecia. La oscuridad se cierne como una mortaja. Pero Jesús viene andando sobre el agua; antes de poco nos llevará seguros al puerto deseado. Esperemos con paciencia. ¡Estad firmes! ¡Estad firmes!, porque Jesús viene, y en Él tenemos nuestra segura esperanza.
Además, tenemos otro motivo. Hay una expectativa. «El cual transfigurará el cuerpo de nuestro estado de humillación.» Pensemos en ello, queridos amigos. No más dolor en el corazón, debilidad ni desmayo, no más enfermedades; el Señor transfigurará este cuerpo de nuestra humillación conformándolo al cuerpo de la gloria suya. Nuestro cuerpo ahora se está deteriorando, es de la tierra. «Del polvo salió y al polvo tiene que volver.» Este cuerpo gime, sufre, enferma, muere; bendito sea Dios que será cambiado de un modo maravilloso y entonces no habrá más muerte, ni aflicción, ni clamor, ni tampoco habrá más dolor.
Los apetitos naturales de este cuerpo engendran tristes tendencias al pecado, y en este respecto es el cuerpo «de nuestra humillación». Pero ¡no será siempre así! Habrá un gran cambio que nos librará de todo lo que es burdo y carnal. ¡Será puro como el cuerpo del Señor! Tal como es el cuerpo de Cristo ahora, será el nuestro. Hemos de tener un cuerpo real, corpóreo, como Él tenía, con substancia y realidad; y como su cuerpo, será lleno de hermosura, de salud y fuerza; gozará de inmunidad contra el mal, y estará especialmente adaptado al bien.
Esto es lo que va a sucederme a mí y a ti; por tanto, mantengámonos* firmes. Que ninguno eche voluntariamente sus perspectivas futuras de gloria e inmortalidad. ¿Cómo? ¿Renunciar a la resurrección? ¿Renunciar a la gloria? ¿Renunciar a la semejanza con el Señor resucitado? ¡Oh, Dios!, no permitas una apostasía tan terrible. Sálvanos de una locura semejante. No permitas que volvamos la espalda en el día de la batalla, puesto que esto significaría que hemos de renunciar a la corona de la vida que no se marchita.
Finalmente, el apóstol nos insta a estar firmes a causa de nuestros recursos. Alguien puede preguntar: «¿Cómo puede este cuerpo nuestro ser transformado y transfigurado hasta que se asemeje al cuerpo de Cristo?» No puedo deciros nada del proceso; será realizado en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta. Pero no puedo deciros por medio de qué poder será realizado. El Señor Omnipotente extenderá su brazo, y ejercerá su poder: «conforme a la operación por la cual es poderoso para someter a Él todas las cosas».
¡Oh, hermanos!, hemos de estar firmes puesto que tenemos un poder infinito que nos respalda. El Señor está con nosotros con toda su energía, con toda su fuerza invencible, que va a subyugar a todos sus enemigos.
No os imaginéis que ningún enemigo sea bastante fuerte para el brazo de Cristo. Si Él es poderoso para someter a sí todas las cosas, puede llevamos a nosotros a través de toda oposición. Una mirada de sus ojos puede aniquilar a todos los que se opongan, o mejor aún, una palabra de sus labios puede transformarlos en amigos.
El ejército del Señor es fuerte en reservas. Estas reservas no han sido llamadas todavía. Nosotros, los que estamos en el campo de batalla somos sólo un pequeño escuadrón, pero el Señor tiene a su disposición a millares de millares que llevarán la campaña en el campo del enemigo. Cuando el Capitán de nuestra salvación venga al frente, Él traerá consigo las legiones celestiales. Lo que tenemos que hacer es velar hasta que Él aparezca en escena, porque cuando Él venga, sus recursos infinitos serán puestos en actividad.
Me gustan las palabras de Wellington (que estaba tan sereno en medio del tumulto de Waterloo), cuando un oficial le mandó recado: «Di al comandante en jefe que ha de cambiar mi posición. No puedo sostenerme en ella más, porque mis cuadros han sido diezmados.» «Dile —contestó el gran general— que tiene que mantenerse donde está. Todo soldado inglés tiene que morir donde se encuentra, o ganar la victoria.» El oficial escuchó las órdenes de estar firme, y lo hizo, hasta que la trompeta proclamó la victoria.
Y lo mismo es ahora. Hermanos, hemos de morir donde estamos antes que ceder una pulgada al enemigo. Si Jesús demora su venida no podemos desertar de nuestros puestos. Wellington sabía que pronto estarían a la vista las columnas prusianas, que asegurarían la victoria; y así, por la fe, podemos percibir las legiones de nuestro Señor que se acercan; en filas cerradas sus ángeles vuelan por los cielos acercándose hacia el campo de batalla. El aire está lleno de ellos, son como un enjambre. Ya escucho sus trompetas de plata. He aquí que viene en las nubes. Cuando Él venga recompensará en abundancia a todos los que se hayan mantenido firmes en la batalla. Cantemos:
Camaradas, en los cielos ved la enseña ya;
Hay refuerzos; nuestro, el triunfo, no dudéis será.
«¡Estad firmes! ¡Yo voy pronto!», clama el Salvador.
Sí, estaremos, por tu gracia, firmes con vigor.