—Jacob, no es propio que tú, hijo de un buen padre y nieto de un abuelo que ganó reputación por sus grandes virtudes, te desalientes por tu actual situación; debes esperar tiempos mejores, porque con mi ayuda tendrás todas las cosas buenas en abundancia; yo traje a Abram hasta aquí desde la Mesopotamia, cuando fué desterrado por sus parientes, e hice de tu padre un hombre feliz. No menor será la felicidad que te concederé a ti. Levanta el ánimo y prosigue este viaje con mi guía, porque el matrimonio que buscas con tanto empeño será consumado. Y tendrás buenos hijos cuyos descendientes serán multitudes innumerables; y dejarán lo que tengan a una posteridad más numerosa aún, y a ellos y su posteridad les doy el domino de esta tierra, y su posteridad llenará toda la tierra y el mar que ilumina el sol. No temas ningún peligro, ni al trabajo que deberás cumplir; yo velaré ahora por lo que debes hacer, y mucho más en lo futuro.
Estas fueron las predicciones que
Dios hizo a Jacob, quien se alegró de lo que había visto y oído y echó aceite
en las piedras, porque en ellas le habían sido hechas las predicciones de
tantos grandes favores. Hizo, además, el voto de que ofrecería un sacrificio
sobre ellas, si vivía y volvía sano y salvo; y en tal caso daría a Dios el
diezmo de lo que hubiese adquirido. Consideró también que aquél era un lugar de
honor, y lo llamó Bezel, lo que en la lengua de los griegos significa casa de
Dios.
Prosiguió viaje hacia la Mesopotamia
y llegó finalmente a Carra. Se encontró en los suburbios con pastores,
adolescentes y muchachas, sentados junto a un pozo, y se quedó con ellos como
si desease tomar agua. Comenzó a hablar con ellos y les preguntó si conocían a
un tal Labán y si aún vivía. Todos respondieron que lo conocían (porque no era
una persona sin importancia para que hubiese alguno que lo ignorara), y que su
hija solía pacer con ellos el rebaño de su padre. Y se extrañaron de que aún no
hubiese llegado.
—Por su intermedio —dijeron— podrás averiguar mayores detalles sobre su
familia.
Cuando decían esto llegó la doncella
con otros pastores. Le señalaron a Jacob diciéndole que era un forastero que
preguntaba por su padre. Contenta como una criatura por la llegada de Jacob, le
preguntó quién era, de dónde venía y qué le hacía falta. Y le dijo que ojalá
pudieran darle todo lo que necesitaba.
Jacob quedó cautivado no tanto por la
comprobación de su parentesco ni por la benevolencia con que lo recibía, como
por el sentimiento de amor que le provocó la doncella y la sorpresa que
experimentó ante su belleza, tan deslumbrante que pocas mujeres de su edad
podían ostentar. Y dijo: —Si tú eres la hija de Labán, existe un parentesco
anterior a tu nacimiento y al mío. Abram fué hijo de Tare, como Aran y Nacor.
Tu abuelo Batuel fué hijo de Nacor. Mi padre, Isaac, de Abram y Sara, hija de
Aran. Pero hay otro lazo de parentesco más próximo entre nosotros dos,
porque mi madre, Rebeca, es
hermana de tu padre Labán, de padre y madre. Luego tú y yo somos primos
hermanos. Vine ahora a saludaros y a renovar nuestra relación.
Ante estos recuerdos la doncella (como suelen hacer las adolescentes),
se echó a llorar y abrazó a Jacob, porque había oído hablar a su padre de
Rebeca y sabía que sus padres la apreciaban. Lo abrazó y le dijo que su llegada
sería un gran placer para su padre y para toda su familia, los que siempre
hablaban de su madre y la recordaban mucho. Luego le rogó que fuera a ver a su
padre; ella lo conduciría, porque no era justo privarlo más tiempo de ese gran
placer.
Dicho esto lo llevó a presencia de
Labán. Recibido por su tío, se sintió seguro y entre amigos, y les produjo
mucho placer con su presencia inesperada. Pocos días después Labán le dijo que
no podía expresar en palabras la alegría que le había ocasionado su llegada,
pero quería saber el motivo de su visita, y por qué había dejado a sus ancianos
padres, que necesitaban de sus cuidados; y le dijo que le daría toda la ayuda
que fuera necesario.
Jacob le explicó el motivo de su viaje, diciéndole que Isaac tenía dos
hijos mellizos, él y Esaú; que esté, habiendo perdido las bendiciones de su
padre, que por la sabiduría de su madre habían recaído en él, quiso matarlo,
por haber sido privado del reino que le daría Dios, y de los beneficios
implorados por su padre. Por eso se
había ido, siguiendo las instrucciones
de su madre.
—Porque —dijo—, todos somos hermanos, pero mi madre aprecia más una
alianza con ustedes que con cualquier familia de aquella tierra. Confié para mi
peregrinación en la protección de Dios y en la tuya y por eso me considero
seguro en las actuales circunstancias.
Labán prometió ayudarlo amistosamente,
en homenaje de sus antepasados y sobre todo en obsequio de su madre, a la que
demostraría su afecto, aún estando ausente, rodeando de atenciones a su hijo.
Porque lo nombraría principal pastor de su rebaño, con toda la autoridad necesaria. Y
cuando quisiera volver a reunirse con sus padres, les enviaría obsequios dignos
de su estrecho parentesco.
Jacob escuchó sus palabras con mucha alegría y le dijo que con gusto
aceptaría todas las labores que quisiera encomendarle mientras estuviese con
ellos, pero que quería a Raquel por esposa, como recompensa por esas labores,
porque ése fué el propósito de su viaje (y porque amaba a la doncella). Labán
aceptó complacido la propuesta y consintió en darle la doncella porque dijo que
no podría encontrar otro yerno mejor que él. Pero le anunció que se la daría
por esposa si se quedaba cierto tiempo a vivir con ellos, porque no quería que
su hija fuera a vivir entre los cananeos; ya estaba bastante arrepentido de la
alianza que había hecho anteriormente su hermana.
Jacob consintió, conviniendo en que se quedaría siete años. Resolvió
servir este tiempo a su suegro, para que así, conociendo su virtud, supiera qué
clase de hombre era. Labán aceptó las condiciones y transcurrido el tiempo
señalado, preparó la ceremonia nupcial. Cuando llegó la noche, sin que Jacob lo
adviritiera Labán le puso en la cama a su otra hija, que era mayor que Raquel y
de rostro no tan agraciado. Por el vino que habían bebido y la oscuridad Jacob
no advirtió con quién se acostaba.
Cuando llegó la luz del día conoció el
engaño y reprochó a Labán su proceder injusto. Labán le pidió perdón y alegó
que no le había dado a Lía por maldad, sino obligado por la necesidad. Sin
embargo nada le impediría casarse también con Raquel; si le servía otros siete
años le daría la doncella que amaba. Jacob accedió a la condición, porque su
amor por la muchacha no le permitía hacer otra cosa. Y después de otro lapso de
siete años, tomó a Raquel en matrimonio.
Las dos hermanas tenían cada cual una
criada, que les había dado el padre. La de Lía era Zelfa y la de Raquel, Bala;
no eran esclavas, sino sometidas a sus amas. Lea sufría por el amor que su
marido demostraba a su hermana; pensó que si le diera hijos sería más
apreciada, y en este sentido rogó continuamente a Dios. Dio a luz un hijo, y su
esposo se reconcilió con ella; Lía le puso el nombre de Rubén, porque Dios había
tenido misericordia dándole un hijo; esto es lo que significaba el nombre.
Después de cierto tiempo tuvo tres hijos más; Simeón, nombre que significa que
Dios había escuchado sus ruegos; Leví, el confirmador de su amistad, y luego
Judá, que significa acción de gracias.
Raquel, temiendo que la fertilidad de Lía haría disminuir su parte del
amor de Jacob, le dio como concubina a su criada Bala; con ella tuvo Jacob un
hijo llamado Dan, nombre que en griego podría interpretarse como reivindicación
de Dios. Luego nació Neftalí, "conquistado con dolo", porque Raquel
había contendido con la fecundidad de su hermana mediante el dolo.
Pero Lía siguió el mismo sistema, y usó del mismo artificio contra su
hermana: dio a su marido a su criada Zelfa como concubina. Tuvo un hijo cuyo
nombre fué Gad, que puede interpretarse como ventura. Después de él nació Aser,
que sería "el que da dicha", porque había aumentado la dicha de Lía.
Rubén, el hijo mayor de Lía, trajo mandragoras a su madre. Cuando Raquel
las vio le pidió que se las diera, porque ansiaba comerlas. Su hermana se las
negó, diciéndole que se conformara con haberla privado de los favores de su
marido. Raquel, para aliviar la animosidad de su hermana, le propuso cederle
esa noche a su marido para que se acostara con ella. Aceptó Lía el favor, y
aquella noche Jacob durmió con ella, por gracia de Raquel. Luego dio a luz a
estos hijos: Isacar, que significa nacido por merced, y Zabulón, o prueba de la
benevolencia hacia ella; y una hija, Dina. Un tiempo después Raquel tuvo un
hijo llamado José, que significa que habría un agregado.
Jacob apacentó el rebaño de su
suegro durante veinte años. Pasado este tiempo le pidió permiso para irse a su
casa con sus esposas. Como su suegro se lo negara, decidió marcharse secretamente
y consultó la opinión de sus mujeres sobre el viaje. Ellas se declararon
conformes.
Raquel se llevó consigo las imágenes de los dioses que según sus leyes
adoraban en esa tierra y se fugó con su hermana, los hijos de ambas, las
criadas y todo lo que poseían. Jacob se llevó además la mitad del ganado, sin
decir nada a Labán. La razón de que Raquel se llevase los ídolos, aunque Jacob
le había enseñado a despreciar esos cultos, fué que, en caso de que fueran
perseguidos y alcanzados por su padre, podría acudir a los ídolos para lograr
su perdón.
Tres días después, al enterarse de
que Jacob había partido con sus hijas, Labán se sintió muy indignado y los
persiguió llevando consigo un grupo de hombres; al séptimo día los alcanzó,
encontrándolos cuando estaban descansando en una loma. No discutió con ellos
porque era la caída de la tarde; pero Dios se le apareció en sueños y le
advirtió que debía recibir a su yerno y sus hijas pacíficamente; que no se
dejara llevar por la ira e hiciera un pacto con Jacob. Y le previno que si
juzgando que eran un grupo reducido los atacaba violentamente, él estaría de
parte de ellos. Advertido de ese modo por Dios, Labán llamó a Jacob al día
siguiente para tratar con él y le relató el sueño que había tenido. Cuando
aquél se acercó confiado le reprochó su proceder, diciendo que lo había
mantenido cuando era pobre y le había dado todo lo que necesitaba.
—Te di —dijo—, mis hijas en matrimonio, y supuse que de este modo
aumentaría tu afecto; pero tú no tuviste consideración ni por el parentesco que
me une con tu madre ni por el que contrajimos luego nosotros; ni por las
esposas con quienes te casaste, ni por los hijos de los que soy abuelo. Me
trataste como si fuera tu enemigo, llevándote mi ganado y convenciendo a mis
hijas que huyeran del lado de su padre; y llevándote las sagradas imágenes
paternales que adoraron mis antepasados y a las que yo honré con el mismo
culto. Y todo esto lo has hecho siendo mi pariente, hijo de mi hermana y esposo
de mis hijas, y después de haber sido tratado por mí con hospitalidad y de
haber comido en mi mesa.
Dicho esto por Labán, Jacob se defendió diciendo que él no era el único
en quien Dios había implantado el amor a la patria y que era razonable que
después de tanto tiempo quisiera volver a su tierra.
—En cuanto a la rapiña de que me acusas —dijo—, cualquiera que lo
juzgase encontraría que fuiste tú quien me trató con injusticia. En lugar de
las gracias que debiera haber recibido de ti por cuidarte y aumentarte el
ganado, me reprochas sin razón por haberme llevado apenas una pequeña parte. En
cuanto a tus hijas has de saber que no es con malas artes que me han seguido en
mi regreso a mi hogar, sino por el amor que las esposas sienten naturalmente
por sus maridos. Y no me siguen tanto a mí como a sus hijos.
De este modo se justificó para rechazar la acusación de haber actuado
injustamente. Luego añadió sus propias quejas y acusaciones contra Labán,
diciendo que era el hijo de su hermana y que le había dado sus hijas en matrimonio,
pero que lo había agotado haciéndolo trabajar
para él veinte años. Los que tuvo que trabajar para casarse con sus hijas
fueron pasables, pero los que agregó luego fueron peores que si hubiesen sido
inferidos a un enemigo.
Porque en realidad Labán había tratado muy mal a Jacob; como viera que
Dios estaba con él en todo lo que deseaba, le prometía que del ganado nuevo que
naciera, le corresponderían a veces los blancos y otras veces los negros; pero
cuando los que debían pasar a poder de Jacob eran numerosos, no cumplía su
palabra y le decía que se los entregaría al año siguiente, porque le envidiaba
la cantidad de sus posesiones. Le prometía siempre en la creencia de que no
habría una producción tan grande. Y cuando nacía el ganado lo engañaba.
En cuanto a las imágenes sagradas, Jacob lo invitó a que lo registrara. Labán aceptó y cuando Raquel lo supo las puso en la silla del camello en que viajaba, y se sentó encima. Luego dijo que la menstruación le impedía levantarse. Labán dejó de buscar, porque no suponía que su hija se acercaría a los ídolos estando en ese estado. Hizo un pacto con Jacob, sellado con juramento, de que no le guardaría rencor por lo acontecido; y Jacob aceptó y prometió amar a las hijas de Labán. Hicieron los juramentos en unas montañas en las que levantaron una columna de forma de altar. Por eso aquella colina se llama Galaad, y por eso aquella tierra se sigue llamando aún hoy la tierra de Galaad. Después de festejar el pacto, Labán se volvió a su casa.
