El Jesús histórico y la fundación de la Iglesia

El cristianismo es una religión histórica revelada y deriva directamente de la persona histórica de Jesucristo, hombre-Dios, y de su obra salvífica. El requisito previo y el fundamento de toda historia de la Iglesia es, por tanto, la demostración de la existencia histórica de Jesús y de la historicidad de la fundación de su Iglesia.

 1. La existencia histórica de Jesús

 Numerosos autores han cuestionado la existencia histórica de Jesús, desde los siglos XVIII y XIX, en nombre de la ciencia ilustrada y liberal, y de la crítica histórica: por ejemplo, Hermann Samuel Reimarus (t 1768), Ferdinand Christian Baur (f 1860), David Friedrich Strauss (f 1874), Bruno Bauer (f 1882) y, posteriormente, en los primeros años del siglo XX, sobre todo John Mackinnon Robertson (t 1933), William Benjamín Smith (f 1934), Arthur Drews (t 1935) y otros. Todos estos autores se esforzaron por presentar el cristianismo como1 una invención de los apóstoles, y la figura de Jesús como una personificación irreal, ficticia y mítica, de nostalgias e ideas religiosas, co-í mo un fraude piadoso realizado por el círculo de los discípulos, o como una adaptación y variaciones de las figuras divinas de héroes de los cultos mistéricos helenísticos y de Oriente Próximo. La historia comparada de las religiones, a la sazón en pleno desarrollo, descubrió de pronto en la vida de Jesús analogías y paralelos con el dios solar Mitra (Smith, 1911), con el héroe de la epopeya babilónica Guilga- més (Peter Jensen, 1906), con la figura mítica del dios salvador que muere y resucita (Richard Reitzenstein y otros). Se pensaba que la imagen de la vida y la enseñanza de Jesús,trazada en los evangelios, tenía que ser interpretada como una expresión personificada de las aspiraciones sociales de las masas oprimidas (Albert Kalthoff, 1902).
Todas estas teorías se han abandonado y se ha demostrado que| carecen por completo de validez científica. Así pues, no habría sido| necesario recordarlas si no siguieran perviviendo en la propaganda del comunismo marxista. En efecto, fueron Karl Marx y Friedrich Engels quienes, adoptando las ideas radicales de su contemporáneo Bruno Bauer, transmitieron estas opiniones anticuadas al comunismo, que sigue difundiéndolas actualmente sin espíritu crítico.
Más peso tuvieron las investigaciones y los ataques dirigidos, en nombre de la crítica textual, por la teología liberal del siglo XIX y de principios del siglo XX, a la verdad y la fiabilidad histórica de los evangelios. Mientras tanto, la exégesis bíblica moderna, estudiando el texto sagrado con mayor escrupulosidad y exactitud, y sirviéndose de un método más exacto, planteó la cuestión sobre un fundamento nuevo. Con los ensayos sobre la «desmitización» (Entmythologisie- rung) del Nuevo Testamento, Rudolf Bultmann (t 1976) profundizó en el conocimiento del complejo pensamiento de la comunidad cristiana primitiva y de su tradición, que se expresó en la Sagrada Escritura. De este modo hemos aprendido a distinguir la forma expresiva «mítica», condicionada por el tiempo, propia de muchos textos bíblicos, de su contenido esencial y a liberar de aquel revestimiento (= entmythologisieren, «desmitificar») su núcleo histórico, con las instancias centrales del mensaje neotestamentario sobre la obra salvífica divina en Jesucristo. Otras investigaciones, basadas en el método de la historia de las formas (Formgeschichte) y centradas críticamente en la forma literaria del texto de los evangelios, trataron de poner de relieve en el contexto, con mayor claridad, aquellas partes y secciones que constituían las fuentes primarias para la vida del Jesús histórico. Y mientras, por un lado, gracias a estos análisis, se desecharon algunas opiniones ingenuas, recibidas tradicionalmente, que consideraban los evangelios sólo como biografías de Jesús, perfectas desde el punto de vista del contenido y de la cronología, por otro lado, se ofreció a los estudiosos la posibilidad de identificar, a partir de los textos neotestamentarios, un fondo común de hechos históricamente probados y resistentes a toda posible crítica.
Es sabido que ninguno de los cuatro evangelios pretendió ser -y, de hecho, no son- una biografía histórica de Jesús, sino que reflejan la imagen de Cristo, tal como se había formado, sobre el fundamento de la predicación apostólica, en los corazones de sus fieles y amados discípulos. No obstante, esto no puede eximirnos de constatar que no pocos detalles de los evangelios relativos a Jesús son históricamente fidedignos y que bajo el «Cristo de la fe», tal como aparece representado en el Nuevo Testamento, es siempre posible identificar con seguridad al Jesús «histórico». Así pues, la existencia histórica de Jesús es incuestionable. De hecho, podemos situar históricamente con seguridad el comienzo y el final de su vida terrena a la luz del contexto histórico contemporáneo: su nacimiento, bajo Heredes el Grande, tuvo lugar hacia el año 4 o el 5 antes de la era vulgar, y su muerte en cruz, bajo Pondo Pilato, el 14 o el 15 de nisán de uno de los años que van del 30 al 33 d.C. Si bien es cierto que en la base de los cuatro evangelios canónicos hay evidentes intenciones teológicas y kerigmáticas, también es verdad que sus autores no dejaron por ello de remitirse a hechos y circunstancias de su tiempo, y de enmarcar históricamente, aunque no de un modo rigurosamente cronológico, los acontecimientos salvíficos. Los evangelistas nos informan como testigos oculares y diseñan una imagen viva y extraordinariamente expresiva de la personalidad, de la doctrina y de la muerte del maestro, que sólo es posible captar leyendo sus escritos.
Por otro lado, la existencia histórica de Jesús está atestiguada también en fuentes no cristianas. A decir verdad, faltan documentos de origen no cristiano rigurosamente contemporáneos a Jesús, pero las afirmaciones de Tácito hacia el 117 (Anuales XV, 44), de Plinio el Joven hacia el 112 (Carta al emperador Trajano) y de Suetonio hacia el 120 [Vita Claudii, cap. 25), son dignas de crédito y, desde el punto de vista histórico, plenamente probatorias, de modo que podemos utilizarlas como testimonios históricos seguros. Poseemos, además, algunas afirmaciones del historiador judío Flavio Josefo, datables en torno a los años 93/94, de las cuales se puede deducir claramente que estaba informado de la personalidad histórica de Jesús (Antiquitates XVIII, 5,2 y XX, 9,1), mientras que la autenticidad de otro pasaje del mismo autor (Antiquitates XVIII, 3,3) parece bastante dudosa.

2. La historicidad de la fundación de la Iglesia

La cuestión de la historicidad de la fundación de la Iglesia por parte de Jesucristo ha sido objeto de frecuentes debates desde comienzos de la Edad Moderna, y se concentra en la pregunta acerca de si Cristo predicó únicamente un cristianismo universal o si, al mismo tiempo, dio a su religión una sólida organización en la forma de una Iglesia institucional, y quiso confiarle sólo a ella la proclamación de su evangelio y la prosecución de su obra de salvación. El concepto espiritualista de Iglesia (Ecclesia spiritualis), propio del final de la Edad Media, llevó, en la época de la Reforma protestante, al rechazo y la lucha violenta contra la Iglesia papal, a la que los reformadores atribuían la falsificación de la voluntad originaria de Cristo. En un tiempo más próximo a nosotros, el protestante Rudolf Sohm (f 1917; Kirchenrecht [Derecho Canónico], vol. 1, 1892), profesor de derecho canónico, sostuvo, partiendo del concepto luterano de Iglesia, la tesis según la cual Cristo no habría querido instituir una Iglesia, sino que se habría limitado a predicar un cristianismo puramente espiritual; y, por lo tanto, el cristianismo primitivo habría carecido de cualquier ordenamiento exterior y de cualquier estructura organizativa y, dado que estaba guiado y unido sólo por el espíritu de amor, no habría conocido ninguna forma institucional eclesiástica. La interpretación equivocada de la voluntad de Jesús y la falsificación de su obra habrían empezado en el periodo posterior a la edad apostólica. La Iglesia católica primitiva habría nacido de esta falsa interpretación y, con el tiempo, la fe libre de los orígenes se habría cristalizado en la rigidez del dogma, de tal modo que la vida carismática de los primeros cristianos, llena del Espíritu, habría quedado encerrada en normas jurídicas y disposiciones disciplinarias mortificantes.
El problema de la fundación de la Iglesia aparece todavía en primer plano en los debates y en los diálogos ecuménicos. Las ideas de Sohm influyeron en el pensamiento de Emil Brunner (t 1966; Das Missverstandnis der Kirche [El equívoco de la Iglesia], 1951), Hans von Campenhausen (t 1989; Kirchliches Amt und geistliche Vollmacht in den ersten drei Jahrhunderten [Ministerio eclesial y poder espiritual en los tres primeros siglos], 1953,21963) y otros. Es preciso, por tanto, que nos detengamos en esta cuestión y precisemos lo que dice la Sagrada Escritura sobre la fundación de la Iglesia y el modo en que la Iglesia primitiva comprendió y realizó la voluntad de Cristo.
Los evangelios transmiten con mucha frecuencia que la esencia del anuncio de la salvación de Jesús consistió en la buena noticia del Reino de Dios, que se realiza en dos fases: 1) en un estadio inicial, que ha comenzado ya en esta tierra con el anuncio de Jesús (Le 11,24; Mt 11,12), y 2) en el estadio del cumplimiento al final de los tiempos.
¿Pensaba Jesús que el primer estadio, del que nos ocupamos en este estudio, tenía que realizarse de un modo sólo invisible o también en formas visibles? ¿Quería Jesús que ya en este mundo apareciera un Reino de Dios visible, exterior, articulado y organizado a través de ministerios concretos? La respuesta resulta difícil, porque, si analizamos los datos que han llegado hasta nosotros, no encontramos ningún pasaje donde Cristo formulara con precisión la orden de fundar la Iglesia. No obstante, los testimonios bíblicos y las imágenes de las que Jesús se sirvió para caracterizar su concepción de la Iglesia, nos hacen comprender claramente que él tenía una idea de Iglesia muy concreta y que ésta la compartían del mismo modo también los apóstoles.
Cuando Jesús compara la Iglesia con una casa o con su rebaño (Mt 16,18; 21,42; 1 Cor 3,11; Hch 4,11; véase también Mt 26,31; Jn 10,16; 1 Cor 9,7), expresa al mismo tiempo, con mucha claridad, que esta construcción necesita un sólido fundamento sobre la roca y que, para guiar el rebaño, es necesaria la presencia de un pastor autorizado. Cristo mismo eligió de entre sus discípulos a los «doce» como particularmente responsables y nombró a Pedro como pastor y máximo responsable de su rebaño (Me 3,14s.; Mt 16,17ss; Le 22,31ss; Jn 21,15ss). Así, fue el mismo Jesús quien instituyó los primeros «ministerios». Ahora bien, un ministerio es mucho más un servicio momentáneo y transitorio. Es precisamente la ordenación oficial lo que le confiere un carácter duradero y significa un compromiso en la función de servicio, que va más allá de la persona concreta del ministro, y se expresa en una misión precisa y duradera, que sigue subsistiendo también después de la muerte de quien lo ejerce, confiriéndole el poder de hablar y actuar en el nombre y con la autoridad de quien lo ha instituido. Por tanto, en el ministerio está implícita también la sucesión. Los apóstoles, por tanto, consideraron siempre una gracia «otorgada por Dios el ser ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio [de predicar] el Evangelio de Dios» (Rm 15,16), y eligieron también para este ministerio a otros colaboradores y sucesores. La Iglesia primitiva no pensó de otra manera. De hecho, se edificó a partir de este ministerio y, dado que el mismo Cristo es portador de él y actúa en él, se puede afirmar que la Iglesia nació de este y con este carácter ministerial.

3. La Iglesia como misterio de fe

Así pues, si bien es justo afirmar que sólo en la fe y únicamente los fieles pueden acceder a la comprensión de la Iglesia fundada por Cristo, porque es una institución de orden sobrenatural y trascendente y, por tanto, necesariamente espiritual e invisible, hay que subrayar también que la Iglesia está enraizada en nuestro tiempo y ha sido fundada para las personas de este mundo visible. En efecto, Jesús edificó su Iglesia como comunidad histórica y visible. Toda la obra del Señor tendía a esto. Jesús no se limitó a enseñar, sino que vivió en comunidad con sus discípulos. Su doctrina religiosa no tenía como finalidad fundar una escuela, sino instituir una verdadera comunidad de vida, que abrazara toda la existencia, de la que él mismo quiere ser el corazón y el centro (Jn 14,20ss), y que debía recibir de él su principio vital.
Para caracterizar esta comunión de vida de los fieles con Cristo, Pablo se sirve de la imagen del cuerpo (1 Cor 12,12ss), cuya cabeza es Cristo y cuyos miembros son los fieles (Ef 2,15ss; 4,12ss; Col 3,15). En la Iglesia, Cristo sigue viviendo con su encarnación, redención y entrega en la cruz. Dado que ella participa en su ser humano- divino y en su obra salvífica, ella vive también su vida. Pablo recuerda continuamente que la vida, la pasión y la resurrección de Cristo no son sólo un hecho histórico objetivo, sino que tenemos el deber, si no queremos que Cristo haya muerto en vano, de vivir su vida, sufrir con él su muerte y llegar a ser partícipes de su resurrección.
Así, la pregunta fundamental que debemos hacernos es ésta: «¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es Hijo?» (Mt 22,42). La respuesta sólo puede ser una respuesta de fe: «¡Es el Hijo de Dios!». La encarnación es el concepto central del cristianismo. Ahora bien, aquí termina la competencia de la pura investigación histórica y empieza la teología, la cual requiere y presupone una decisión de fe. Dios se encarnó en Jesucristo para unir de nuevo a la humanidad consigo y estar cerca de ella. En la Iglesia, donde Cristo sigue vivo, Dios se encarna nuevamente en la humanidad, por encima de todos los tiempos y de todos los pueblos, para llevar a todos a la salvación.
El más profundo misterio de la Iglesia está precisamente en su identidad con Cristo. En ella continúa la obra que Jesucristo, hombre-Dios, inició durante su vida terrena, una obra que proseguirá hasta el cumplimiento en su retorno al final de los tiempos. Ella es el espacio donde la encarnación del Logos en este mundo se renueva constantemente. Johann Adam Móhler (f 1838) habla precisamente de la «incesante encarnación de Cristo en la Iglesia». En este sentido, la Iglesia misma es un profundo misterio de fe y de salvación (Carta a los Efesios) y participa de la enorme tensión que existe entre la santidad divina y la debilidad humana. La Iglesia recibe su divinidad, santidad e indestructibilidad de su divino fundador; la mezquindad, la inclinación al pecado y la inestabilidad provienen, por el contrario, de los seres humanos. Esta polaridad, implícita en su misma naturaleza, confiere a la existencia de la Iglesia y a su actividad en la historia algo singularmente inquietante. No sólo en torno a ella, sino incluso en su mismo seno y en el alma de cada uno de sus fieles, se desarrolla, en efecto, una lucha dramática entre lo divino y lo humano, entre lo que es santo y lo que no lo es, entre la salvación y la condenación. Es Iglesia de santos e Iglesia de pecadores. En su historia, como en la vida de cada creyente, esta lucha da origen a constantes altibajos, a continuas oscilaciones entre un estado de elevada espiritualidad y una situación de decadencia, dependiendo de cómo exprese la Iglesia ante Dios, en la encarnación histórica del Logos, junto con María, el «Ecce ancilla Domini - He aquí la esclava del Señor» (Le 1,38).
Redimir y santificar la humanidad: éste es el programa vinculante que Cristo ha encomendado a la Iglesia. Así, la condición de la Iglesia en la historia debe ser conmensurada, en cada ocasión, según el modo y la solicitud con que ha cumplido en su existencia terrena este mandato divino. A menudo, los medios y los métodos de actuación han cambiado y han tenido que adaptarse a las exigencias concretas del elemento humano; pero el mandato y el fin siguen siendo los mismos. El llamamiento, realizado repetidamente a lo largo de dos milenios de historia, a una reforma y a un retorno a la Iglesia primitiva, no puede significar ni la pura repetición, ni la renovación anacrónica de las formas de vida de la Iglesia apostólica, sino únicamente una nueva toma de conciencia más atenta al mandato originario: la prosecución de la obra salvadora de Cristo en su palabra y en su sacramento, la compenetración del mundo para restituirlo a Cristo.