1. La existencia histórica de Jesús
Todas estas teorías se han
abandonado y se ha demostrado que| carecen por completo de validez científica.
Así pues, no habría sido| necesario recordarlas si no siguieran perviviendo en
la propaganda del comunismo marxista. En efecto, fueron Karl Marx y Friedrich
Engels quienes, adoptando las ideas radicales de su contemporáneo Bruno Bauer,
transmitieron estas opiniones anticuadas al comunismo, que sigue difundiéndolas
actualmente sin espíritu crítico.
Más peso tuvieron las
investigaciones y los ataques dirigidos, en nombre de la crítica textual, por
la teología liberal del siglo XIX y de principios del siglo XX, a la verdad y
la fiabilidad histórica de los evangelios. Mientras tanto, la exégesis bíblica
moderna, estudiando el texto sagrado con mayor escrupulosidad y exactitud, y
sirviéndose de un método más exacto, planteó la cuestión sobre un fundamento
nuevo. Con los ensayos sobre la «desmitización» (Entmythologisie- rung) del
Nuevo Testamento, Rudolf Bultmann (t 1976) profundizó en el conocimiento del
complejo pensamiento de la comunidad cristiana primitiva y de su tradición, que
se expresó en la Sagrada Escritura. De este modo hemos aprendido a distinguir
la forma expresiva «mítica», condicionada por el tiempo, propia de muchos
textos bíblicos, de su contenido esencial y a liberar de aquel revestimiento (=
entmythologisieren, «desmitificar») su núcleo histórico, con las instancias
centrales del mensaje neotestamentario sobre la obra salvífica divina en
Jesucristo. Otras investigaciones, basadas en el método de la historia de las
formas (Formgeschichte) y centradas críticamente en la forma literaria del
texto de los evangelios, trataron de poner de relieve en el contexto, con mayor
claridad, aquellas partes y secciones que constituían las fuentes primarias
para la vida del Jesús histórico. Y mientras, por un lado, gracias a estos
análisis, se desecharon algunas opiniones ingenuas, recibidas tradicionalmente,
que consideraban los evangelios sólo como biografías de Jesús, perfectas desde
el punto de vista del contenido y de la cronología, por otro lado, se ofreció a
los estudiosos la posibilidad de identificar, a partir de los textos
neotestamentarios, un fondo común de hechos históricamente probados y
resistentes a toda posible crítica.
Es sabido que ninguno de los
cuatro evangelios pretendió ser -y, de hecho, no son- una biografía histórica
de Jesús, sino que reflejan la imagen de Cristo, tal como se había formado,
sobre el fundamento de la predicación apostólica, en los corazones de sus
fieles y amados discípulos. No obstante, esto no puede eximirnos de constatar
que no pocos detalles de los evangelios relativos a Jesús son históricamente
fidedignos y que bajo el «Cristo de la fe», tal como aparece representado en el
Nuevo Testamento, es siempre posible identificar con seguridad al Jesús
«histórico». Así pues, la existencia histórica de Jesús es incuestionable. De
hecho, podemos situar históricamente con seguridad el comienzo y el final de su
vida terrena a la luz del contexto histórico contemporáneo: su nacimiento, bajo
Heredes el Grande, tuvo lugar hacia el año 4 o el 5 antes de la era vulgar, y
su muerte en cruz, bajo Pondo Pilato, el 14 o el 15 de nisán de uno de los años
que van del 30 al 33 d.C. Si bien es cierto que en la base de los cuatro
evangelios canónicos hay evidentes intenciones teológicas y kerigmáticas,
también es verdad que sus autores no dejaron por ello de remitirse a hechos y
circunstancias de su tiempo, y de enmarcar históricamente, aunque no de un modo
rigurosamente cronológico, los acontecimientos salvíficos. Los evangelistas nos
informan como testigos oculares y diseñan una imagen viva y extraordinariamente
expresiva de la personalidad, de la doctrina y de la muerte del maestro, que
sólo es posible captar leyendo sus escritos.
Por otro lado, la existencia
histórica de Jesús está atestiguada también en fuentes no cristianas. A decir
verdad, faltan documentos de origen no cristiano rigurosamente contemporáneos a
Jesús, pero las afirmaciones de Tácito hacia el 117 (Anuales XV, 44), de Plinio
el Joven hacia el 112 (Carta al emperador Trajano) y de Suetonio hacia el 120
[Vita Claudii, cap. 25), son dignas de crédito y, desde el punto de vista
histórico, plenamente probatorias, de modo que podemos utilizarlas como
testimonios históricos seguros. Poseemos, además, algunas afirmaciones del
historiador judío Flavio Josefo, datables en torno a los años 93/94, de las
cuales se puede deducir claramente que estaba informado de la personalidad
histórica de Jesús (Antiquitates XVIII, 5,2 y XX, 9,1), mientras que la
autenticidad de otro pasaje del mismo autor (Antiquitates XVIII, 3,3) parece
bastante dudosa.
2. La historicidad de la fundación de la Iglesia
La cuestión de la
historicidad de la fundación de la Iglesia por parte de Jesucristo ha sido
objeto de frecuentes debates desde comienzos de la Edad Moderna, y se concentra
en la pregunta acerca de si Cristo predicó únicamente un cristianismo universal
o si, al mismo tiempo, dio a su religión una sólida organización en la forma de
una Iglesia institucional, y quiso confiarle sólo a ella la proclamación de su
evangelio y la prosecución de su obra de salvación. El concepto espiritualista
de Iglesia (Ecclesia spiritualis), propio del final de la Edad Media, llevó, en
la época de la Reforma protestante, al rechazo y la lucha violenta contra la
Iglesia papal, a la que los reformadores atribuían la falsificación de la
voluntad originaria de Cristo. En un tiempo más próximo a nosotros, el
protestante Rudolf Sohm (f 1917; Kirchenrecht [Derecho Canónico], vol. 1,
1892), profesor de derecho canónico, sostuvo, partiendo del concepto luterano
de Iglesia, la tesis según la cual Cristo no habría querido instituir una
Iglesia, sino que se habría limitado a predicar un cristianismo puramente
espiritual; y, por lo tanto, el cristianismo primitivo habría carecido de
cualquier ordenamiento exterior y de cualquier estructura organizativa y, dado
que estaba guiado y unido sólo por el espíritu de amor, no habría conocido
ninguna forma institucional eclesiástica. La interpretación equivocada de la
voluntad de Jesús y la falsificación de su obra habrían empezado en el periodo
posterior a la edad apostólica. La Iglesia católica primitiva habría nacido de
esta falsa interpretación y, con el tiempo, la fe libre de los orígenes se
habría cristalizado en la rigidez del dogma, de tal modo que la vida
carismática de los primeros cristianos, llena del Espíritu, habría quedado
encerrada en normas jurídicas y disposiciones disciplinarias mortificantes.
El problema de la fundación
de la Iglesia aparece todavía en primer plano en los debates y en los diálogos
ecuménicos. Las ideas de Sohm influyeron en el pensamiento de Emil Brunner (t
1966; Das Missverstandnis der Kirche [El equívoco de la Iglesia], 1951), Hans
von Campenhausen (t 1989; Kirchliches Amt und geistliche Vollmacht in den
ersten drei Jahrhunderten [Ministerio eclesial y poder espiritual en los tres
primeros siglos], 1953,21963) y otros. Es preciso, por tanto, que nos
detengamos en esta cuestión y precisemos lo que dice la Sagrada Escritura sobre
la fundación de la Iglesia y el modo en que la Iglesia primitiva comprendió y
realizó la voluntad de Cristo.
Los evangelios transmiten con
mucha frecuencia que la esencia del anuncio de la salvación de Jesús consistió
en la buena noticia del Reino de Dios, que se realiza en dos fases: 1) en un
estadio inicial, que ha comenzado ya en esta tierra con el anuncio de Jesús (Le
11,24; Mt 11,12), y 2) en el estadio del cumplimiento al final de los tiempos.
¿Pensaba Jesús que el primer
estadio, del que nos ocupamos en este estudio, tenía que realizarse de un modo
sólo invisible o también en formas visibles? ¿Quería Jesús que ya en este mundo
apareciera un Reino de Dios visible, exterior, articulado y organizado a través
de ministerios concretos? La respuesta resulta difícil, porque, si analizamos
los datos que han llegado hasta nosotros, no encontramos ningún pasaje donde
Cristo formulara con precisión la orden de fundar la Iglesia. No obstante, los
testimonios bíblicos y las imágenes de las que Jesús se sirvió para
caracterizar su concepción de la Iglesia, nos hacen comprender claramente que
él tenía una idea de Iglesia muy concreta y que ésta la compartían del mismo
modo también los apóstoles.
Cuando Jesús compara la
Iglesia con una casa o con su rebaño (Mt 16,18; 21,42; 1 Cor 3,11; Hch 4,11;
véase también Mt 26,31; Jn 10,16; 1 Cor 9,7), expresa al mismo tiempo, con
mucha claridad, que esta construcción necesita un sólido fundamento sobre la
roca y que, para guiar el rebaño, es necesaria la presencia de un pastor
autorizado. Cristo mismo eligió de entre sus discípulos a los «doce» como
particularmente responsables y nombró a Pedro como pastor y máximo responsable
de su rebaño (Me 3,14s.; Mt 16,17ss; Le 22,31ss; Jn 21,15ss). Así, fue el mismo
Jesús quien instituyó los primeros «ministerios». Ahora bien, un ministerio es
mucho más un servicio momentáneo y transitorio. Es precisamente la ordenación
oficial lo que le confiere un carácter duradero y significa un compromiso en la
función de servicio, que va más allá de la persona concreta del ministro, y se
expresa en una misión precisa y duradera, que sigue subsistiendo también
después de la muerte de quien lo ejerce, confiriéndole el poder de hablar y
actuar en el nombre y con la autoridad de quien lo ha instituido. Por tanto, en
el ministerio está implícita también la sucesión. Los apóstoles, por tanto,
consideraron siempre una gracia «otorgada por Dios el ser ministro de Cristo Jesús,
ejerciendo el sagrado oficio [de predicar] el Evangelio de Dios» (Rm 15,16), y
eligieron también para este ministerio a otros colaboradores y sucesores. La
Iglesia primitiva no pensó de otra manera. De hecho, se edificó a partir de
este ministerio y, dado que el mismo Cristo es portador de él y actúa en él, se
puede afirmar que la Iglesia nació de este y con este carácter ministerial.
3. La Iglesia como misterio de fe
Así pues, si bien es justo
afirmar que sólo en la fe y únicamente los fieles pueden acceder a la
comprensión de la Iglesia fundada por Cristo, porque es una institución de
orden sobrenatural y trascendente y, por tanto, necesariamente espiritual e
invisible, hay que subrayar también que la Iglesia está enraizada en nuestro
tiempo y ha sido fundada para las personas de este mundo visible. En efecto,
Jesús edificó su Iglesia como comunidad histórica y visible. Toda la obra del
Señor tendía a esto. Jesús no se limitó a enseñar, sino que vivió en comunidad
con sus discípulos. Su doctrina religiosa no tenía como finalidad fundar una
escuela, sino instituir una verdadera comunidad de vida, que abrazara toda la
existencia, de la que él mismo quiere ser el corazón y el centro (Jn 14,20ss),
y que debía recibir de él su principio vital.
Para caracterizar esta
comunión de vida de los fieles con Cristo, Pablo se sirve de la imagen del
cuerpo (1 Cor 12,12ss), cuya cabeza es Cristo y cuyos miembros son los fieles
(Ef 2,15ss; 4,12ss; Col 3,15). En la Iglesia, Cristo sigue viviendo con su
encarnación, redención y entrega en la cruz. Dado que ella participa en su ser
humano- divino y en su obra salvífica, ella vive también su vida. Pablo
recuerda continuamente que la vida, la pasión y la resurrección de Cristo no
son sólo un hecho histórico objetivo, sino que tenemos el deber, si no queremos
que Cristo haya muerto en vano, de vivir su vida, sufrir con él su muerte y
llegar a ser partícipes de su resurrección.
Así, la pregunta fundamental
que debemos hacernos es ésta: «¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es Hijo?» (Mt
22,42). La respuesta sólo puede ser una respuesta de fe: «¡Es el Hijo de
Dios!». La encarnación es el concepto central del cristianismo. Ahora bien,
aquí termina la competencia de la pura investigación histórica y empieza la
teología, la cual requiere y presupone una decisión de fe. Dios se encarnó en
Jesucristo para unir de nuevo a la humanidad consigo y estar cerca de ella. En
la Iglesia, donde Cristo sigue vivo, Dios se encarna nuevamente en la
humanidad, por encima de todos los tiempos y de todos los pueblos, para llevar
a todos a la salvación.
El más profundo misterio de
la Iglesia está precisamente en su identidad con Cristo. En ella continúa la
obra que Jesucristo, hombre-Dios, inició durante su vida terrena, una obra que
proseguirá hasta el cumplimiento en su retorno al final de los tiempos. Ella es
el espacio donde la encarnación del Logos en este mundo se renueva
constantemente. Johann Adam Móhler (f 1838) habla precisamente de la «incesante
encarnación de Cristo en la Iglesia». En este sentido, la Iglesia misma es un
profundo misterio de fe y de salvación (Carta a los Efesios) y participa de la
enorme tensión que existe entre la santidad divina y la debilidad humana. La
Iglesia recibe su divinidad, santidad e indestructibilidad de su divino
fundador; la mezquindad, la inclinación al pecado y la inestabilidad provienen,
por el contrario, de los seres humanos. Esta polaridad, implícita en su misma
naturaleza, confiere a la existencia de la Iglesia y a su actividad en la
historia algo singularmente inquietante. No sólo en torno a ella, sino incluso
en su mismo seno y en el alma de cada uno de sus fieles, se desarrolla, en
efecto, una lucha dramática entre lo divino y lo humano, entre lo que es santo
y lo que no lo es, entre la salvación y la condenación. Es Iglesia de santos e
Iglesia de pecadores. En su historia, como en la vida de cada creyente, esta
lucha da origen a constantes altibajos, a continuas oscilaciones entre un
estado de elevada espiritualidad y una situación de decadencia, dependiendo de
cómo exprese la Iglesia ante Dios, en la encarnación histórica del Logos, junto
con María, el «Ecce ancilla Domini - He aquí la esclava del Señor» (Le 1,38).
Redimir y santificar la
humanidad: éste es el programa vinculante que Cristo ha encomendado a la
Iglesia. Así, la condición de la Iglesia en la historia debe ser conmensurada,
en cada ocasión, según el modo y la solicitud con que ha cumplido en su
existencia terrena este mandato divino. A menudo, los medios y los métodos de
actuación han cambiado y han tenido que adaptarse a las exigencias concretas
del elemento humano; pero el mandato y el fin siguen siendo los mismos. El
llamamiento, realizado repetidamente a lo largo de dos milenios de historia, a
una reforma y a un retorno a la Iglesia primitiva, no puede significar ni la
pura repetición, ni la renovación anacrónica de las formas de vida de la
Iglesia apostólica, sino únicamente una nueva toma de conciencia más atenta al
mandato originario: la prosecución de la obra salvadora de Cristo en su palabra
y en su sacramento, la compenetración del mundo para restituirlo a Cristo.
