2 PEDRO 1.20
Haga un simple estudio y observará que cuando Jesús explicaba sus parábolas a los discípulos siempre lo hizo dando significados definidos y objetivos a los símbolos que usaba: «La semilla es la palabra de Dios» (Lucas 8.11). «El campo es el mundo» (Mateo 13.38). A veces su simbolismo es perfectamente obvio sin ninguna explicación, tal como el pastor en Lucas 15.4–7 (quien obviamente es una figura de Cristo mismo).
Otras veces el significado necesita una exégesis y una consideración un poco más cuidadosas, pero el verdadero significado aún se puede entender y explicar claramente. Ya sea que el verdadero significado de este o ese símbolo esté clarísimo, o que requiera algo de trabajo de investigación, el punto sigue siendo el mismo: Todas las parábolas de Jesús fueron ilustrativas de la realidad del evangelio. Las historias no fueron (como sugieren algunas personas en la actualidad) alternativas creativas a declaraciones verdaderas, diseñadas para remplazar la certidumbre. No fueron utopías fantasiosas contadas tan solo para provocar una sensación. Y sin duda tampoco fueron juegos mentales ideados para hacer poco explícito todo. Mucho menos fue que Jesús empleara formas imaginarias para desplazar la misma verdad con mitología.
Jesús no estaba invitando a sus oyentes a interpretar las historias como quisieran, y por tanto a dejar que las opiniones personales fueran el árbitro definitivo de lo que es cierto para esa persona. La convicción de que la Biblia misma es la norma final de fe (y la correspondiente creencia de que las Escrituras mismas deberían determinar cómo interpretarlas) es un antiguo principio de cristianismo bíblico. Quien niega esto en realidad está rechazando la autoridad de las Escrituras.