La Iglesia cuenta en su seno con cardenales, arzobispos, pastores de todo tipo, teólogos, personas dedicadas a la caridad, misioneros, etc, etc. Pero lo que más odia el demonio es el ascetismo. Esto podemos decirlo con seguridad porque a nadie tienta tanto como al que se dedica a la ascesis. Cualquiera, que esté dedicado a cualquier ministerio o función eclesial, lleve en ello los años que lleve, si se dedica a hacer la prueba de comenzar una vida más ascética, comprobará que las tentaciones se le multiplican por cien.
Ello se debe a que el maligno sabe muy bien que la ascesis es una fuerza poderosísima, es la fuerza de la Cruz. Y que la fuerza de la Cruz quebranta su influencia en este mundo.
Alguien podría decir que lo que más debería temer el demonio es el amor, y que por tanto lo que más debería odiar él serían las obras de caridad. Pero el demonio sabe que al que comienza la vía del ascetismo, si persevera, Dios le concederá el don de la caridad en grado eximio. Mientras que el que se dedica a obras de caridad solamente, quizá nunca llegue a comenzar una vida ascética.
Hay personas que se han dedicado toda la vida a obras de caridad y, sin embargo, albergan en su espíritu muchos defectos. Uno puede dedicarse a ayudar a los pobres o a los enfermos, por ejemplo, y sin embargo hacerlo con murmuraciones, juicio crítico, desobediencias, etc. Mientras que el asceta si persevera en la purificación gradual de su alma obtendrá todos los dones. Por eso el demonio odia mucho más al asceta que a la jerarquía eclesiástica o a los mismos exorcistas. El exorcista expulsa a uno, dos, una docena de demonios... El hombre que se mortifica, quebranta de un modo mucho más poderoso la influencia demoníaca en este mundo por el mero hecho de sobrellevar sobre su cuerpo y su espíritu la pasión cotidiana de su vida crucificada.