“El fruto del Espíritu es... mansedumbre”
(Gal_5:23).
Cuando pensamos en la mansedumbre quizás nos viene a la mente alguien como Caspar Milquetoast, el personaje de una tira cómica americana que era la encarnación de la timidez y la debilidad. Pero este fruto del Espíritu es algo muy diferente. No procede de la debilidad sino del poder sobrenatural.
La mansedumbre se refiere en primer lugar a la sumisión amorosa que un creyente muestra ante todos los tratos de Dios en su vida. El hombre manso se inclina ante la voluntad de Dios sin cuestionarlo, quejarse o rebelarse. Tiene siempre presente esto: “Dios es demasiado sabio para errar y demasiado amoroso para ser cruel”. Sabe bien que la casualidad no existe y cree que el Señor hace que todas las cosas le ayuden a bien.
La mansedumbre también incluye las relaciones del creyente con los demás. El manso es modesto, no es autoritario ni presumido, es humilde y no altanero. El hombre manso es aquél que vive con el corazón quebrantado. Cuando se equivoca en algo que dice o hace, vence al orgullo diciendo: “Lo siento. ¡Por favor, perdóneme!” Preferiría quedar mal antes que perder el respeto propio. Cuando sufre por hacer lo que es justo, lo soporta con paciencia sin pensar en resistirse. Cuando lo acusan falsamente, no se defiende a sí mismo. Como dice Trench: “el hombre manso acepta las injurias y los insultos de los demás como algo que Dios permite para disciplinarle y purificarle”.
Alguien ha definido al hombre manso como “aquél que acepta la voluntad de Dios sin resentimiento, que puede ser suave y gentil debido a su fuerza interior, y que está bajo el perfecto control de Dios”. Cuando alguien relataba al Dr. Alexander Whyte que un consiervo en el ministerio había sido tachado de inconverso, el Dr. Whyte ardió de indignación. Mas cuando el otro añadió que el crítico decía que el Dr. Whyte mismo no era un creyente verdadero, dijo: “por favor salga de mi oficina y déjeme solo para que pueda examinar mi corazón ante el Señor”. ESO es mansedumbre.
Dios nos ha llamado para que llevemos el yugo de Aquél que es “manso y humilde de corazón”. Cuando lo hacemos, encontramos descanso para nuestras almas y al final heredaremos la tierra.