En nuestro Señor no hubo nada de la naturaleza impulsiva o irreflexiva, solo una tranquila fortaleza que nunca se hundió en el pánico. La mayoría de nosotros desarrollamos el cristianismo según la línea de nuestra propia naturaleza y no según la naturaleza de Dios. La impulsividad es un rasgo de la vida natural, pero debido a que obstaculiza el desarrollo de la vida del discípulo, el Señor siempre la pasó por alto. Observa cómo el Espíritu de Dios refrena la impulsividad al concientizarnos repentinamente de nuestra insensatez, lo cual hace que de inmediato deseemos justificarnos. La impulsividad no está mal en un niño, pero es desastrosa en un adulto, hombre o mujer. Un adulto impulsivo siempre es una persona inmadura. La impulsividad tiene que ser encaminada hacia la intuición mediante la disciplina.
El discipulado se basa completamente en la gracia sobrenatural de Dios. Andar sobre las aguas es fácil para alguien que tiene una audacia impulsiva, pero caminar sobre la tierra como un discípulo de Jesucristo es algo muy diferente. Pedro caminó sobre el agua para ir hasta Jesús, pero lo siguió de lejos sobre la tierra (ver Mar_14:54). No necesitamos la gracia de Dios para soportar las crisis. La naturaleza humana y el orgullo son suficientes para enfrentar magníficamente la presión y la tensión. Pero se requiere la gracia sobrenatural de Dios para vivir las 24 horas de cada día como un santo, para efectuar las tareas ordinarias y monótonas y para vivir una existencia sencilla, anónima e ignorada como discípulo de Jesús. La idea de que debemos realizar obras excepcionales para Dios es innata, pero no tenemos que hacerlas. Debemos ser excepcionales en las actividades sencillas de la vida y santos en medio de las calles sórdidas y la gente mezquina. Sin embargo, esto no se aprende en cinco minutos.