El corazón del tamaño de una montaña.

Había una vez un niño muy chiquito que era la burla de todos sus compañeros de la escuela a causa de su pequeña estatura. Su nombre era Manuel.
Cuando todos salían al recreo a jugar con la pelota, nadie quería jugar con él; cuando jugaban a las escondidillas, nadie la quería buscar; cuando alguien cumplía años, nunca lo invitaban: y cuando él cumplía años, nadie iba a su fiesta.
La vida de Manuel era muy solitaria y triste. Todas las noches, entes de acostarse, hacia oración y le decía a Dios:
Papito Dios, yo sé que Tú eres muy bueno porque me lo ha dicho mi mamá, pero no entiendo por qué si tanto me quieres, me hiciste tan chiquito, de modo que los demás niños se burlan de mí. ¡Como quisiera ser tan alto como una montaña, para que todos me respeten y me quieran! ¿Algún día me vas a hacer crecer tan alto como una montaña? 
Y esperaba por uno minutos, arrodillado al lado de su cama, para ver si Dios le contestaba. Nunca había escuchado la respuesta de Dios pero, aún así, volvía a preguntarle cada noche lo mismo y después de esperar el tiempo acostumbrado concluía su oración diciendo:
Está bien, papito Dios. No tienes que contestarme ahora, si quieres mañana me respondes. Y Manuel se dormía profundamente.
Un día mientras todos los niños jugaban a la pelota en el jardín de la escuela, se escuchó el grito de uno de ellos. Todos se paralizaron y buscaron el origen de aquel grito. Nadie sabía quién había gritado y no se veía a ningún niño asustado o llorando. De pronto, se escuchó nuevamente el grito desesperado de un niño, sólo que ahora si sabían de dónde provenía el lamento.
A unos cuantos metros de ahí había unas pequeñas zanjas que fueron abiertas para instalar las tuberías del agua potable y, por lo visto, alguien había caído en una de ellas. Todos se aglutinaron a la orilla de las zanjas pero no podían ver al interior, sólo podían escuchar el llanto del niño que había caído en el pozo. Era un chiquillo que acababa de entrar a la escuela y apenas tenía cuatro años de edad. Inútilmente, profesores y jóvenes de secundaria intentaron sacar el niño. Eran muy grandes y no cabían en el orifico de la zanja.
Entre los niños que se habían juntado para presenciar el accidente se encontraba nuestro amigo de baja estatura. El veía todo el revuelo y la conmoción pero, sobre todo, escuchaba el llanto del chiquito que estaba atrapado en el fondo de la zanja y que suplicaba que lo sacaran rápido de allí. Se abrió paso a base de empujones y llego hasta el frente. Luego con voz temblorosa, dijo:
Yo puedo entrar.
Nadie lo escuchó, todos gritaban llenos de impaciencia y nerviosismo.
Yo puedo entrar! Gritó nuevamente Manuel, y el silencio invadió el ambiente. Todos voltearon a verlo y reconocieron que Manuel era la única solución.
Manuel se metió a la zanja y consoló al pequeño, después lo tomó por la cintura y lo elevo hasta sus hombros. El niño logro salir con unos cuantos rasguños y moretones.
Cuando Manuel salió, una muchedumbre lo vitoreaba y coreaba su nombre. Uno de sus compañeros de clase se acercó a él y le dijo, mientras le daba unas palmaditas en la espalda:
Manuel, eres pequeño de estatura pero lo que hiciste hoy nos demuestra a todos que tienes el corazón del tamaño de una montaña.
Manuel elevó sus ojos al cielo y sonriendo agradeciendo dijo para sí mismo y para Dios:
Sabía que tarde o temprano me ibas a contestar
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